viernes, 15 de julio de 2016

ENTREVISTA CON MARINO SANTA MARÍA

Por Eduardo D. Benítez

 “Quinquela hizo que Caminito se conociera en el mundo. Yo estoy haciendo que la Calle Lanín se ponga a conocimiento del país. Porque Lanin casi no existía.” En su taller de la ahora famosa calle ubicada en Barracas, el artista Marino Santa María nos recibe y habla de esa obra en constante movimiento que consistió en pintar la fachada de las casas en la calle que lo vio nacer. Se entusiasma, reforzando una explicación casi mítica de esa gesta en comunidad: “Lanín es un término mapuche que quiere decir “casi muerta” o “hundido en las cenizas” en referencia al volcán. Sin saberlo, los vecinos pusieron un pasacalles que decía “gracias por revivir Lanín”.

Después de haber sido rector del Prilidiano Pueyrredón durante siete años (300 docentes, 3000 alumnos) Marino dice que descubrió el placer de la dirección. Esa experiencia decantó en el trabajo de la Calle Lanín, donde tuvo que dirigir a veintiocho personas que colaboraron con su creación artística. Allí le tocó organizar, además, desde el revoque, los fondos de las paredes, el retoque de las molduras, y hasta gestionar la plata para llevar adelante el proyecto. Ni muralismo, ni art Street, ni stencil, ni graffiti; la obra de Lanín pone en marcha un puñado de detalles que le son específicos, consolidando un género artístico identificado como “arte público” o “intervención urbana”. Práctica que, según Santa María, transforma el espacio por donde nos desplazamos y “modifica la calidad de vida”. En la entrevista que sigue, este artista de Barracas profundiza sobre las particularidades de su práctica artística. 

-¿La gente que se acercó a colaborar en el trabajo de la Calle Lanin, era de Barracas o venía de otros lados?

- Era fundamentalmente del barrio. El vecino se acercaba para pedir que le hiciera la fachada. El motivo surgía de una carpeta donde había recopilado mis trabajos. Ellos elegían cuál les gustaba y ese motivo se trabajaba en las casas. Pero la mayoría veía la carpeta y luego me pedía a mí que eligiera. Entonces tuve en cuenta una situación que resultó ser muy posmoderna, que era la fragmentación. Ninguna casa tiene armonía de color con la casa contigua. Porque no quería continuidad sino un quiebre. Esa idea es la que marca una diferencia conceptual, y en los hechos, con Quinquela.  Su obra de Caminito constituye el pensamiento moderno, que es la unidad de color en una calle que era la parte de atrás de las casas. En cambio, la Calle Lanin tiene la lógica del zapping, y se da en el frente de las casas. Pero además hay un dato muy sugestivo, ambas calles (Caminito y Lanín) son curvas, y si uno se para en un extremo no ve la salida de la calle del otro extremo. Estás obligado a recorrerla para experimentarla en su totalidad.

 -¿Qué representa para vos la obra de Quinquela?


- Admiro su obra social y artística. Pero siempre lamento lo que hay metido ahí en Caminito, porque se hizo un museo al aire libre, un museo que se puede atravesar sin sentirse porque está invadido de ventas, además con una feria que va de lunes a lunes. Hay una suerte de conjunción para faltarle el respeto a Quinquela, porque además Caminito es una postal de Buenos Aires, pero en ningún lado dice que eso es obra de un artista. Lo que hizo en La Boca, es un antecedente en el mundo, porque no había calles hechas por artistas en estas dimensiones, y además en contraste con la idea de mural. Lo que aparece es el sentido de “intervención urbana”.

- ¿Cuáles serían las diferencias entre el mural y la intervención urbana?

- Diferencias mayúsculas. Por ejemplo, Quinquela con Caminito hace algo que nunca había hecho. Al poner nada más que colores sobre las paredes hizo una obra abstracta, la figuración desaparece. En mi caso son abstracciones sobre fachadas ya existentes. En el mundo, no había una intervención urbana consolidada de estas dimensiones. Existía Hundertwaasser en Austria donde se hicieron intervenciones en casas “sueltas”, de posguerra. Lo que hace Gaudí en Barcelona no es asimilable, porque está dentro de la arquitectura y es un parque, no una calle entera. Pero una parte fundamental de la intervención urbana es que se trabaja sobre viviendas que ya tienen su historia, sobre las cuales con mayor o menor respeto lo invadís o utilizás. En mi caso, elijo que todas las molduras sean lisas, que no tengan dibujo.

-¿Por qué optás por dejar los marcos así?

-Para conservar el estilo de las casas que, como en todo Buenos Aires, es un popurrí. Esta calle es un resumen de estilos: tenés desde un art nouveau hasta una torre del arquitecto Rodolfo Livingston. Si dibujo encima de las molduras, esa casa que estás viendo queda convertida en un paredón. Si continúo mi dibujo sobre los marcos, desaparecen las ventanas…las persianas y terminás haciendo un gran cuadro. Allí es donde aparece el concepto de mural, ese gran cuadro instalado en la ciudad, en las Iglesias. Significa que ubica al espectador fuera de la obra, porque la idea es ponerlo a reflexionar sobre determinada temática.

-¿Y en Lanín no pasa eso?

- El espectador queda sumado a la obra en Lanín. Además no hay relato, ni temática. Mi idea es la de una situación abierta en la que cada uno puede gozar con lo que ve y no pensar en nada, o puede ponerse a pensar cómo debería estar el casco histórico. 

- ¿Por qué hacés tanto hincapié en que el diseño sea abstracto?

- La raíz abstracta del Pasaje Lanin tiene que ver con un derecho mío de haber nacido en este lugar y de no aceptar que Barracas sea imagen de tango y de obreros. Porque aun aceptando eso, es puro pasado. Hoy no queda ni una fábrica en Barracas. No voy a hablar de cosas que no viví.

-¿Cómo se da la inserción de un tipo de trabajo como el tuyo -las intervenciones urbanas- en el circuito de legitimación del arte?

-El arte en la ciudad tiene algunos problemas y creo que es a causa de no responder al mercado. La fotografía, por ejemplo, tiene salones, jurados, crítica, etc. El arte público hoy en día no tiene casi nada, sólo concursos organizados en la Ciudad. Es cierto que todo esto empezó en San Telmo con los extranjeros que incorporaron el graffiti dibujado con gracia, sus alegorías…porque antes el graffiti era pura letra. Después esto se transforma en necesidad de las empresas o de los gobiernos y se produce una expansión importante del color en la ciudad.

Entrevista publicada originalmente en Revista Telma


martes, 22 de diciembre de 2015

HACEDOR DE UNIVERSOS INDESCIFRABLES



Por Eduardo D. Benítez

Además de pájaros, un mono y un numeroso bicherío embalsamado, la larga escalera que da acceso al living de la casa de Daniel Santoro está custodiada por un pingüino, pieza taxidermística que su dueño se apura a situar cronológicamente: “el pingüino lo tengo antes del 2003”. Sin embargo esa aclaración no hace declinar su exaltación justicialista en referencia a un pasado social mitificado y un presente político en vías de mitificación. Hace cerca de veinte años que este constructor de una imaginería inédita en las artes visuales argentinas–Manual del niño peronista mediante- vive en Monserrat: “la guita que teníamos nos daba para esta casa, aunque después la fuimos arreglando. Era una casa chorizo más incómoda de lo que ves acá” comenta y señala un living abarrotado de sagrarios orientales, juguetes, caracoles, exotismos varios…

-¿Viste algún atractivo especial en Monserrat?

-La cercanía con la calle Corrientes. Está en el medio…entre el centro y San Telmo. Yo suelo ir al Café La Poesía y cuando tengo algo que hacer por el centro voy al Florida Garden. Me gusta permanecer en los bares y trabajar ahí.

-Vos ibas mucho a La Paz…

-Sí, pero ahora no me da para ir. Está en decadencia, es un boliche que perdió todo atractivo. Encima se murió Viñas con el que uno se quedaba a conversar siempre...Ni siquiera está él. Para laburar de tarde con sol natural y linda acústica me gusta el Saint Moritz que está en Esmeralda y Paraguay. Es un bar congelado en la década del 40, no tiene ninguna novedad. Yo busco mucho esos lugares para estar tranquilo.

-Los años cuarenta…es una década que te gusta… ¿qué más te interesa de esa época?
-Eh…y…bueno…

A  esa secuencia onomatopéyica le sigue un borboteo de risas porque la pregunta del entrevistador se resuelve demasiado evidente. Sin embargo el entrevistado –ingenioso- la sabe lunga y hace una habilidosa gambeta a la réplica esperable, la que lo reduciría a ser simplemente el pintor de la vida peronista: “toda la década del 40 es muy interesante en términos de diseño. En los cuarenta está la infancia de los objetos. Antes, por ejemplo, el automóvil tenía un diseño más plano, todavía tenían una referencia directa a la carroza, el diseño no era autónomo todavía. En cambio en los cuarenta el automóvil, el electrodoméstico, los teléfonos tienen sentido propio, no son subsidiarios de décadas anteriores. Es el comienzo de una arqueología del objeto, una década emblemática por instalar una memoria objetual muy fuerte, muy nostálgica”, explica sentado desde su sillón color borravino mientras uno de pie escucha con la atención ofrendada a las lecciones de un gurú. En otra oportunidad será uno quien tome asiento, y Santoro el que se pare para seguir departiendo y gesticulando con sus manos. En tanto la conversación  reverbera y abre varios pliegues temáticos, la escucha se torna sinuosa y pendular. El diálogo también se ve envuelto por ese “campo ideológico” del que hablan sus cuadros; entonces hay que asumir el movimiento entre una columna izquierda y otra derecha de la casa, entre pararse y estar sentado, entre un ala derecha y un ala izquierda del avión Pulqui retratado en varios rincones del hogar, tal vez para poder lograr ese equilibrio justicialista del que habla y retornar a la década del cuarenta: “el Pulqui mismo es bien de esa década…ningún avión moderno  lo supera en cuanto al gusto por esa tecnología. Me interesa porque expresa un mundo de la techné pero al mismo tiempo hay cierta humanización, todavía se puede asir eso que se produce. Con un poco de entrenamiento uno se puede meter en el interior de una vieja máquina de escribir; pero adentro de una computadora no hay nada asible, es un mundo que se alejó de nosotros. Es por eso que uno no se siente afectado por los objetos modernos. Si se rompe un teclado lo tirás y comprás otro; tirar una vieja máquina de escribir es más difícil”. A pesar de tener la casa forrada de obras, chucherías, antigüedades y entidades de la más extraña procedencia, Santoro no se reconoce a sí mismo como un coleccionista, por eso aclara: “no es sistemático lo mío. El coleccionista está apasionado y exigido por completar series, por llenar vacíos que producen angustias. Yo no tengo ese fantasma de completar una colección. A mí me interesan los bichos porque me sirven…tienen datos que nutren mi obra. Las formas de la naturaleza se autogeneran, por ejemplo, el caracol es siempre un espiral que se muestra de la formas más diversas. Entonces explorar esos mundos me hace descubrir determinados códigos para generar mis propias formas plásticas.” 

Si hay un rasgo característico en la obra de Daniel Santoro es el de construir obsesivamente una memorabilia pictórica del peronismo histórico. La máquina de coser, la heladera Siam, el proyecto del Pulqui trazan las coordenadas de una liturgia nac & pop que se empeña en anclar en el presente el retorno de un pasado que se presume más dichoso, que supone esa patria de la felicidad aludida incansablemente en su obra. Algo de este cruce de temporalidades se encuentra también representado -en tamaño micro- en la maqueta que ocupa una habitación entera de su casa, que va siendo modificada por la familia desde hace años. En ella hay conflictos sociales, cuenta con un sistema ferroviario en pequeña escala y hasta tiene un monumento que retrata a un descamisado velando por la ciudad. Revela Santoro: “el Descamisado lo hicimos con un muñeco Ken que le afanamos a mi hija. Le agregamos un poco de maxilar para que quede más hombrecito. Porque si no, era un descamisado medio gay por esa estética de tubos grandes. Nadie cree que ese es un obrero, ese fue al gimnasio, mirale el cuerpo trabajado que tiene…El obrero hoy en día es más panzón.”



-Es como tu ciudad ideal, ¿no?

-Sí, lo que me gusta es que son como muchas ciudades en una. La idea es que sea una ciudad que fue creciendo, donde se cruzan varias temporalidades. Es moderna y a la vez tiene rasgos antiguos. Tenés una villa, la zona de finanzas, el casco histórico, la zona residencial…

¿Vos estás representado acá en la maqueta?

-Sí, estoy acá. Soy un pintor que está pintando en la buhardilla. Me elegí un lindo lugar, bien de barrio, lejos de la city (risas). Ahora no se ve muy bien porque se quemó la lamparita.
Sin embargo –tal vez por la luz que proviene del cartel de la Fundación Evita- se puede ver perfectamente al pequeño Santoro enmaquetado en una detallada casita austriaca con techo a dos aguas.



Si no tuviera esa figuración tan racional de las cosas, esa fundamentación detalladamente obsesiva de su sistema iconográfico, cierta estampa entre la hidalguía y la cercanía popular; Santoro bien podría ser percibido como un temerario alquimista, como un hechicero de universos indescifrables. Abonan a esa impresión los cuatro altares que revisten el living que hacen alusión a la cábala, las cosmogonías, el Tao, el hinduismo.  Y si combinamos su teoría del vacío -deudora de la filosofía china- con la tercera posición del peronismo, el brebaje resulta único.

-Vos usas mucho material proveniente de la filosofía oriental relacionándolo con el peronismo. ¿Cómo surge ese cruce?

-Yo venía de viajar por Japón, China, Singapur donde había hecho unas muestras. Ahí me conecté con calígrafos e hice cuadernos de caligrafía. A eso, se sumaron las charlas sobre el peronismo que tuve en su momento con Horacio González, con Elvio Vitali. Esto lo empecé en el 97/ 98 cuando surgieron algunas reflexiones sobre la decadencia del menemismo, sobre esa traición. Era un momento muy caldeado y de ahí fueron surgiendo ideas…

-¿Y alguna vez hiciste algún cuadro sobre el menemismo?

-Nunca generó nada para mí el menemismo. Yo trabajo sobre la década fundacional, cuando se instaura el mito peronista y el menemismo entra en un territorio patético que no da para simbolizar. Tal vez hubiera sido más lógico pintar sobre el menemismo si hubiera trabajado como cronista de actualidad. Yo abordo un tiempo mítico y nostálgico, entonces la actualidad política no me sirve mucho. El arte político siempre tiene cierto quilombo con la realidad, la celebra o la denosta pero siempre tiene que tenerla como referencia. Yo no quiero eso. Prefiero permanecer en un lugar donde la realidad ya no llega, que es el tiempo del mito.


Nota publicada originalmente en Revista Telma. 

martes, 10 de noviembre de 2015

VEREDA TROPICAL



Guía práctica del tropicalismo. Con Tropicália, el documentalista Marcelo Machado ofrece un recorrido intenso a través del movimiento cultural surgido en Brasil en los años sesenta, que nucleó a artistas como Caetano Veloso, Gilberto Gil, Rita Lee, Helio Oiticica y Tom Zé.

Por Eduardo D. Benítez

Cuarenta años después de las influyentes expresiones del modernismo brasileño -aquel puñado de artistas organizados alrededor de la Revista Antropofagia que capitaneaba Oswald de Andrade-  el movimiento Tropicália se asume como un segundo momento vanguardista importante de la región, que condensa búsquedas estéticas locales en diálogo con el halo rockero que provenía de Europa y Estados Unidos. Aunque, las coordenadas sociales y políticas eran bien distintas, había una clara intención de canibalizar estéticas foráneas (la psicodelia o el funk, por ejemplo) para que, en la confluencia con los géneros locales, se creara algo inédito. El contexto de producción del disco colectivo que funcionó como manifiesto (Tropicália ou Panis et Circencis),  es el Brasil de una década del 60 revulsiva, atravesada por gobiernos dictatoriales que promovía la difusión de música marcadamente nacionalista y únicamente acústica. Lo eléctrico era observado como una amenaza extranjera. Este movimiento no se restringía al plano musical. De hecho, el nombre de esa obra musical que reunía a Os Mutantes, Gal Costa y Gilberto Gil por ejemplo, había sido tomado de una muestra del artista plástico Helio Oiticica; y la participación del poeta Torquato Neto había sido fundamental para la composición de las letras.   
 Es a partir de la complejidad intrínseca del movimiento tropicalista, que el documentalista Marcelo Machado comenzó a interesarse y hacer foco en esta época para hacer su película, Tropicália. En diálogo con HC, el director comenta: “yo tenía 10 años cuando Caetano Veloso cantó “Alegría Alegría” en el Festival de la TV Record en 1967. Los festivales y otros programas musicales ocupaban el horario principal de la televisión y eso me parecía muy excitante. Las ropas, los pelos, la actitud de aquel grupo bahiano hablando de Brasil de una manera que yo no conocía. De adolescente, la música era también el centro de mis atenciones con el pop-rock y Los Mutantes, ocupando una especie de lugar de honor en mi panteón. Mucho tiempo después, cuando empecé a hacer documentales, especialmente viajando para divulgar mi primer largometraje Ginga, entendí el interés que la música de mi infancia/adolescencia despertaba en otros jóvenes alrededor del mundo. Y después de treinta años de ese momento, comencé a pensar en el asunto.”

En la mirada retrospectiva de Marcelo Machado, el tropicalismo es narrado a partir de su muerte. Un extenso flashback que comienza con las imágenes de un programa televisivo de 1969 donde se los escucha a Caetano Veloso y a Gilberto Gil, ya exiliados en Lisboa, pasando el parte de defunción: “el tropicalismo ya no existe más como movimiento”. A partir de allí del documental recorrerá una línea temporal hacia atrás, dando cuenta de las anécdotas surgimiento, los puntos de inflexión y las tensiones de la época que darían origen a una de las más importantes vanguardias artísticas de Latinoamérica.  Porque en esa mezcolanza misteriosa -la que se proponía poner en tensión los ritmos afrobrasileños y la expresividad del sertão con la estridencia del rock y la cadencia del jazz - germinaba un gesto estético-político que sintetizaba modernidad y tradición de la manera más efervescente. Por supuesto, que todo esto iba a ser puesto en discusión. Los debates acerca del impacto del movimiento sobre la realidad, no se hicieron esperar. Eran los años en que la dictadura militar tomaba más vigor y el pensamiento reaccionario que la sostenía no festejaba precisamente las producciones de este grupo de jóvenes revoltosos. La respuesta a esos Años de Plomo (los estudiantes movilizados y los trabajadores) tampoco se entregaban ociosos al caudal que proponía el tropicalismo, dado que se asumía como una expresión cultural que se intentaba recuperar lo popular pero de manera crítica y se suponía que esto, de alguna manera, alejaba a las masas de su potencial revolucionario. Son todas estas condiciones de época las que se propone recuperar y examinar Machado para narrar el tropicalismo. El documental está compuesto por un trabajo minucioso en lo que respecta al material de archivo, a la selección de testimonios. Se observa la existencia de un importante trabajo de post producción en una obra que busca su propia manera de decir, específicamente en el proceso de montaje. Nos cuenta Machado; “para Tropicália tuve un equipo chico pero muy dedicado. Había una investigadora en Sao Paulo (Eloá Chouzal) y otro en Rio de Janeiro (Antonio Venâncio). Pasamos casi dos años buscando archivos oficiales y domésticos. Yo también me envolví en la investigación, a veces tocando el timbre de la casa de la viuda de algún fotógrafo de época en búsqueda de negativos. Con el material en mano, montamos (yo y mi asistente Fernando Honesko) una primera versión cronológica de todo lo que habíamos encontrado y tenía más de 5 horas de duración. Fuimos reduciendo esa pre-edición y, cuando empecé a tener clara la historia que iría a contar, junté 15 minutos del mejor material encontrado de cada artista y recogí sus declaraciones asistiendo a eso. Había muchas imágenes que ellos nunca habían visto y eso generó mucha emoción.”

-En la manera de narrar, se nota una clara intención de contar la historia de una manera que evite el formato del clásico documental televisivo. ¿Cómo llegaron a encontrar esos procedimientos narrativos?  

El recorte estaba establecido desde el principio -1967, 1968 y 1969- ni un año antes y ni un año después. Todo pasó muy rápido y era importante mostrar eso: el movimiento empieza, viene la censura y la represión y se termina la fiesta. Había también tomado la decisión de usar el máximo de material de la época, sabiendo incluso que muchos momentos de esa historia no existían, porque no fueron filmados o porque se perdieron en la dictadura militar o aún porque simplemente no fueron conservados. Con las declaraciones grabadas comenzamos a cerrar la película, trabajando en el montaje final en paralelo al trabajo de arte que tiene, en el film, una función narrativa. O sea, lo que no habíamos encontrado en las investigaciones de archivo lo creamos animando fotos o con recursos gráficos. Eso generó la argamasa que junta todos los ladrillos de la memoria audiovisual y estableció un lenguaje para el documental.

 -El mismo año de estreno de Tropicália, se estrenaron otros films que abordaban el tema. ¿Creés que hay algún interés especial por revisar los años del movimiento tropicalista por parte del público brasileño?   

Sí, hubo eso. El hecho es que nosotros, los documentalistas, no somos genios creadores pero sí somos antenas que captan los hechos y las buenas ideas. Y cuando la idea es realmente buena y tiene sentido en su tiempo difícilmente es captada por una sola antena. Ella está en el aire, es parte del zeitgeist, del espíritu del tiempo. Si vos no la contás, alguien va a contar esa historia en tu lugar.


 Nota publicada originalmente en Revista Haciendo Cine.



martes, 20 de octubre de 2015

ENTREVISTA A SERGIO PÁNGARO




Por Eduardo D. Benítez  

La temporalidad parece no concordar. Por lo menos si nos basamos en el prejuicio, en eso que describe una apariencia perceptual ajena al formateo de los usos y costumbres del vestido y del decir en este mismísimo Siglo XXI en el que estamos inmersos. Peinado con gomina, delineado según la prolijidad de un bigote altanero, encorsetado en traje y moño que ostentan una respetable hidalguía. Sergio Pángaro parece salido de un tiempo donde lo arrabalero no excluía necesariamente la galantería, el gusto por la sofisticación, donde un fraseo poético constante dinamiza el ida y vuelta de la charla. Si nos pusiéramos cinéfilos, lo ubicaríamos fácilmente como protagonista de algún policial negro de los años cincuenta, donde el humo del tabaco y la copa de whisky a medio empinar forjasen la dinámica de cada escena. Y algo de todo esto sucede en el entrecruzamiento que Sergio Pángaro hace entre vida y arte. O en el borramiento de sus límites. En su versatilidad y vocación prolífica, no sólo alzó las banderas del buen gusto con su remisión a las décadas de oro del bolero y el mambo con una banda que hoy tiene veinte años, Baccarat;  sino que protagonizó un film hilarante sobre el mundillo del arte (El artista de Mariano Cohn y Gatón Duprat), realizó la banda de sonido de varias películas (entre ellas Animalada de Sergio Bizzio), y hasta escribió una novela exquisita titulada Los señores chinos, reafirmando en cada trabajo su voluntad de experimentación en diversos lenguajes artísticos.
 Sergio Pángaro presentó El Cisne Negro, un show donde el jazz, la actuación y la narratología se dan la mano en un marco escenográfico que, podría decirse, está casi hecho a su medida: el Bebop Club. Sobre estas y muchas otras cosas más conversamos en la entrevista que sigue a continuación.

-Solés visitar  San Telmo, Constitución, Barracas… ¿Qué cosas te convocan de esos barrios?

Viví varios años en San Telmo y Constitución. Barracas tiene el bar “El Progreso”, la sedería “José” y la casa de los leones. Lo sé por Amalia Sato, cuyo padre vivió ahí en la época en que los japoneses habían inmigrado. Constitución es el primer encuentro para quien viene de La Plata, como yo en los años ’90. Constitución como San Telmo son de una arquitectura sorprendente, igual que Barracas. Es como un Titanic hundido al que el despojo del tiempo no le quitó la elegancia. El contraste actual con los comercios alternativos y las travestis enmarcados en fachadas señoriales, es uno de los espectáculos más fascinantes del mundo. En San Telmo conocí a Enrique Symms, Bam Bam, Miranda, el bar “Bolivia”. En el “Británico” pasamos noches hablando de literatura, intercambiando textos. Viví en el edificio Marconeti frente al Parque Lezama cuando estaba íntegramente “tomado” por artistas. También me refugié en un conventillo de candomberos uruguayos.

-¿Cuál es tu relación afectiva con esa zona de la Capital Federal?

La siento como parte de mi “bautismo” porteño.

-¿Por qué se te asocia a veces con el “estilo lounge”? ¿Te sentís identificado con ese casillero estilístico o con otros géneros o estilos musicales como el rock?

El lounge nos quedó cómodo cuando quisimos pronunciarnos en contra del rock. No de la música Rock, sino del Rock como cultura institucional. En los ’90 el rock había dejado de ser rebelde, había tomado espacios de poder, así que para rebelarse contra eso, una salida ingeniosa era asociarse con la cultura de los padres del Rock, de la música complaciente pre juvenil. Claro que los que pretenden que Baccarat es música de cocktail, es que no nos escucharon.
-¿Cómo surgió la búsqueda de lo retro, que se convirtió en una marca en todos tus trabajos? ¿Es algo presente sólo en tus producciones artísticas o es una elección de vida también?

A partir de esta elección artificial, casi política, me fui identificando sin querer con los usos y maneras de la Argentina de posguerra. Quizás fantaseando con un país pujante y una sociedad fraternal. No es que crea en un paraíso peronista, eso fue pura propaganda fascista, pero en lo personal trato de hacer de cuenta que todos vamos hacia el mismo lado.

-En términos estéticos… ¿cómo construís tu inscripción en el presente con ese reenvío tan fuerte a cuestiones del pasado que tienen tus proyectos?

Si uno mira con cuidado todo se repite. A mí la historia me ayuda a no perderme en anécdotas y nombres propios. Todo empieza a verse parecido a signos en una operación matemática. La matemática es infinita pero me ayuda a no identificarme afectivamente con cosas que van a caducar tarde o temprano. Un traje va a caducar, pero hay cosas que caducan fatigosamente más a menudo. Ir detrás de las últimas tendencias es ir inexorablemente por detrás.

-¿Cómo surgió el proyecto de El cisne Negro?

A Mariano Gianni se le ocurrió hacer un espectáculo que reuniera lo qué más fácil me sale, cantar jazz e inventar historias. Esta es la historia de un cantante al que sus iniciativas se las frustró constantemente el devenir de la Historia, como por ejemplo la guerra de las Malvinas. El cisne negro ganó premios en festivales europeos. Tenía un plan maestro para adueñarse del mercado pop, pero el rock nacional frustró sus ambiciones. Un poco como la realidad.

-¿Podrías describir de qué se trata ese proyecto?

El cisne negro es un personaje caprichoso, de humor inestable con una teoría para todo. Entre canción y canción participa sus ideas a un auditorio perplejo que va sintiéndose a gusto a medida que la música del trio de jazz va ganado su confianza. Al final se establece una complicidad, sin necesidad de aclarar nada. Todos tenemos un cisne negro en lo profundo, algunos más evidente que otros.

-No es tu primer ciclo con El cisne Negro en el Bebop. ¿Qué cosas te seducen de ese espacio para volver a trabajar allí?


Es un lugar íntimo y elegante, un marco ideal para una propuesta clásica que se permite algo de experimentación. Al mismo tiempo la atención y los tragos son excelentes.

Entrevista publicada originalmente en Revista Telma.

lunes, 13 de julio de 2015

AUTORRETRATO DE UNA PASIÓN


El Cuenco de Plata incorpora a su colección de cine Las películas de mi vida, una nueva traducción de la antología de textos de François Truffaut. Un clásico imprescindible del crítico y cineasta que más y mejor nos abrió su mundo privado.

Por Eduardo D. Benítez

Para Truffaut, su gusto por el cine y la práctica crítica es el resultado de un relato mítico, fundacional, de una condición outsider como rito de pasaje. Son los años cuarenta, los años de la Segunda Guerra Mundial, y el niño revulsivo que era sorteaba cualquier obstáculo para entregarse a los placeres de un arte que transitaba su edad de oro. “Las primeras doscientas películas las vi desde la clandestinidad: haciéndome la rata en la escuela, colándome en las salas sin pagar (por la salida de incendio o las ventanas de los baños), o aprovechando que mis padres no estaban en la noche, con la presión que significaba fingir estar durmiendo cuando regresaban”. Como un templo donde abstraerse del mundo, la posibilidad de “acercarse cada vez más a la pantalla” le ofrecía al futuro crítico el trazado de un camino que más tarde lo convertiría en uno de los cineastas más importantes de Francia. Y ese recorrido comenzaría a gestarse, sobre todo, a partir de dos pilares fundamentales: la obra de Jean Renoir y la de Alfred Hitchcock. La del primero, cuya La regla del juego Truffaut ve doce veces (su formación cinéfila estuvo basada en la repetición casi como método), sencillamente por ser “el mejor cineasta del mundo”, el cineasta de la tolerancia: “Lo terrible de esta tierra es que todo el mundo tiene sus motivos”. La del segundo, por presentar una serie de personajes que seducían particularmente al director de Los 400 golpes (“no me identificaba con los héroes, sino con los minusválidos, y muy especialmente con los transgresores”) y, en especial, por su manera de desjerarquizar los géneros cinematográficos y por su voluntad de presentar al gran público una “idea de mundo” como resultado de una “idea de cine”. Para el crítico de Cahiers que está reflejado en las páginas que componen Las películas de mi vida, las obras de sus antecesores sirven para forjar una moral del cine a partir tanto de elogios como de diatribas. Por estas páginas se analizan las películas más importantes de Chaplin, Dreyer, John Ford y una veintena de directores del mismo peso pesado. También hay dos capítulos importantes que reflejan la admiración y la pasión con que Truffaut se entregaba a los trabajos de algunos de sus contemporáneos. “Algunos outsiders” dedica glosas sobre Luis Buñuel, Bergman, Fellini y Rossellini; en tanto que en “Mis compañeros de la Nouvelle Vague” el crítico se encarga de hacer un repaso por esa generación de cineastas franceses partiendo de Noche y niebla, de Alain Resnais. Las películas de mi vida concibe a la crítica como un ejercicio festivo, como una forma de vida que se da con y a través de las películas, como una verdadera educación sentimental. 

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine.

jueves, 13 de noviembre de 2014

EL CINE DEL DIABLO



Por Eduardo D. Benítez

¿Cuándo fue que le diablo metió la cola en los asuntos del séptimo arte? Para el cineasta y teórico Jean Epstein no será sino a partir de un desfase producido en el seno de cierta mentalidad medieval. Proposiciones epocales antitéticas entre la doctrina cristiana y la ciencia, darían origen a la inserción demoníaca en la historia de las innovaciones técnicas. En ese carril, el autor describe la instauración de dos maneras de explorar el mundo que interpelaron la visión eclesiástica: lo microscópico (descubrimientos microbianos y más) y lo macroscópico (lentes astronómicos para observar los astros, etc.). En el devenir de ese instrumental, Epstein ubica al cine preguntándose si aquello representado en la pantalla “¿pertenece a este linaje antidogmático, revolucionario y libertario, en una palabra, diabólico, en el cual se inscriben las filosofías del catalejo y de la lupa?”. Para luego proponer que “los fantasmas de la pantalla tienen otra cosa para enseñarnos que sus fábulas de risas y lágrimas: una nueva concepción del universo y nuevos misterios en el alma”. Entonces, si Dios es  “la voluntad conservadora de un pasado que pretende perdurar”; la idea del Diablo, en contraste, quedará irremediablemente asociada al cine en tanto motorice “la energía del devenir, la esencial movilidad de la vida, la variación de un universo en continua transformación”. Escrito en 1947, este libro se propone revisar la historia del cine hasta ese momento, según un eje inédito, francamente osado y estimulante: lo demoníaco como atributo fundante del dispositivo cinematográfico. 

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine

martes, 11 de noviembre de 2014

CONTRA LA VOLUNTAD DEL OLVIDO



Desde su estreno en 1985, Shoah se convirtió en uno de los capítulos insoslayables del documental histórico. Por su capacidad de tensar las posibilidades cinematográficas en torno a la exploración de los mecanismos de la memoria.

Por Eduardo D. Benítez

“Cuando se dice con ligereza que lo que hicieron los nazis (el exterminio) es del orden de lo impensable o lo inabordable, se olvida un punto capital: que lo pensaron y lo abordaron con el mayor de los cuidados y la más grande de las determinaciones. Decir que el nazismo no es un pensamiento, o que la barbarie no piensa, equivale de hecho a poner en práctica un procedimiento solapado de absolución”. Las palabras de Alain Badiou-registradas en su seminario sobre “El Siglo” que dictara entre 1998 y 2001 y publicara la Editorial Manantial- proponen una mirada singular para pensar en torno a “El Crimen” que terminó por erigirse como la medida “del corazón del Siglo”: abordar al nazismo como política, como pensamiento, como una industria premeditadamente afianzada de la muerte; para tratar de dar cuenta del horror vivido, en su descripción material y pormenorizada. Porque suscribir a la concepción del exterminio sólo como barbarie y por ende como un pasado de horror irrepresentable; significa negar la posibilidad de interrogación sobre algún fragmento de lo real.  Ese universo de interpelaciones sobre la historia, es compartido por Shoah, el titánico film de Claude Lanzmann (estrenado originalmente en 1985) que no sólo se convirtió-a lo largo del tiempo- en una obra gestora de acalorados debates sobre los campos de concentración y los usos de la memoria; sino que también recuperó problemas relativos a la capacidad del dispositivo cinematográfico para reactualizar y poner de manifiesto las reflexiones sobre las grietas traumáticas del pasado.

Trescientas cincuenta horas de material grabado, once años de trabajo, nueve horas de duración en lo que fue el resultado final del film. El proceso de producción de Shoah se condice con la monumentalidad de su propósito: dar a ver aquello que es pura invisibilidad; ir hacia el conocimiento (incluso ante la falta de huellas) de aquella aniquilación planificada. “Al principio del film descubrí la desaparición de las huellas: no hay nada, es la nada, y había que hacer un film a partir de esa nada.”, dice Lanzmann en una entrevista concedida a los Cahiers du cinema a propósito del estreno. Había que postular “esto ha sido” ante la falta de registros. Situación de encrucijada, que define la mirada desde la cual observar los acontecimientos, desde la cual tal vez se desprende la posición ética y estética del documental. No hay viñetas dramatizadas, no hay imágenes de archivo, no hay ninguna banda sonora que subraye las emociones. Solo los testimonios orales de los sobrevivientes, testigos y verdugos de los campos de concentración (Treblinka, Auschwitz, Bélzac) y el peso del paisaje donde sucedió el desastre. Hay una austeridad de los procedimientos y un rechazo pleno hacia la ficción. Por eso la gran enemiga representacional de Shoah es la serie norteamericana Holocausto. Descifra el propio Lanzmann: “la ficción es la transgresión más grave en una historia semejante: muestran a los judíos entrando en las cámaras de gas, erguidos, estoicos, como romanos. Como Sócrates bebiendo la cicuta. Son imágenes idealizadas que permiten todas las identificaciones consonantes. Mientras que Shoah es cualquier cosa menos consonante”. Aunque tampoco se trata de suscribir dócilmente al axioma de Theodor Adorno según el cual se auguraba la imposibilidad de la representación tras haber asistido a las aberraciones de Auschwitz. Más conveniente es invertir ese postulado como propone Jacques Ranciére, asegurando que “para mostrar Auschwitz, sólo el arte es posible, porque siempre es lo presente de una ausencia, porque su trabajo mismo es el de dar a ver algo invisible, a través de la potencia regulada de las palabras y las imágenes, porque es, entonces, lo único capaz de volver sensible lo inhumano”


Shoah hace un uso exploratorio de los materiales existentes. Sobre el vacío de las imágenes, erige un andamiaje narrativo basado en la palabra y el gesto de los entrevistados confiando a las capacidades del cine su poder evocador. Hay una fuerza extremadamente vivaz (y porque no, escalofriante) en Shoah, que resulta de una pericia obsesivamente puntualizada a través de la oralidad de los sobrevivientes. El ejemplo más conmovedor tal vez sea aquel en que el peluquero polaco Abraham Bomba -en la minuciosidad del reportaje- describe cómo se le encargó cortar el cabello de las mujeres, en los momentos previos a que fueran enviadas a la cámara de gas. Allí el entrevistado se quiebra y entra en sollozos; contra lo que esperamos, se deja escuchar en off la voz del director: “siga, es necesario”. Podría objetarse esa porfía impiadosa, exigir el respeto de una mínima distancia. Sin embargo, como si se tratara de un efecto exorcizante; Lanzmann insiste en captar cada detalle del relato como un nudo tensional que sirve de contrapeso frente a la voluntad del olvido. “Frente a la desaparición”, el arte asume el desafío de arrojar luz sobre hechos que ya no pueden ser negados.

Nota publicada originalmente en Revista Haciendo Cine

jueves, 6 de noviembre de 2014

UN CINE PARA EL NUEVO MILENIO


Con El cine después del cine, Jim Hoberman hace una puesta al día de las novedades estéticas, políticas y técnicas que implican a la producción audiovisual del Siglo XXI.

Por Eduardo D. Benítez

¿Apenas entrados en el Siglo XXI, es posible hablar de una alteración radical en el desarrollo del lenguaje cinematográfico? Para Jim Hoberman, el legendario crítico del Village Voice, Sight and Sound y Film Comment, no caben dudas. Apoyado en dos hechos precisos ensaya la idea de un nuevo tipo de cine que en poco más de una década ha modificado nuestra relación perceptual con el medio, a partir de una crucial transformación del estatuto de la imagen. Por un lado, lo que el autor llama giro digital; modificación técnica que vendría a suplantar el registro fotográfico por la captación “computarizada” del mundo. Por otro, un fenómeno menos calculado, irracional y traumático: el atentado a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. Sin embargo, el proceso que dará origen a un cine post fotográfico se inicia a comienzos de la década de los 80 con dos films como Golpe al corazón (Francis Ford Coppola) y Tron (factoría Disney). Con esos films comenzaría a hacerse evidente el proceso de divorcio entre lo fotográfico y lo real a partir de la captación de actores combinados con fondos manipulados electrónicamente. Esto se extenúa con la aparición de The Matrix (hermanos Wachowski, 1999), película que, según Hoberman, “además de saltar la brecha entre los humanos fotografiados y los humanoides generados por computadora (…) ofreció una metáfora rectora irresistible, cuya fuerza se acentuó en virtud de la cercanía del nuevo milenio: la humanidad vive en simulación en una ilusión generada por computadora creada para ocultar el aterrador Desierto de lo Real.” Pero este giro digital, también da origen a un nuevo tipo de realismo, apoyado por ejemplo en films que privilegian el uso del tiempo en su duración real como condición estilística, como Ten de Abbas Kiarostami o El arca rusa de Alexander Sokurov.  



El segundo capítulo del libro reserva un apasionante y lúcido fresco cinéfilo de la presidencia de George Bush (revisitando su política belicista y la construcción publicitaria de una “amenaza externa”) en sintonía con los estrenos semanales que el autor fue cubriendo durante siete años (del 2001 hasta el 2008) para el Village Voice. El volumen cierra con un exquisito repaso por películas claves, donde se comentan los trabajos de Jia Zhang-Ke, Tsai Ming Liang, David Lynch y Olivier Assayas, entre otros. De este modo, Hoberman se toma el trabajo de ir esbozando la primera historización del cine de este nuevo milenio. 

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine.

domingo, 5 de octubre de 2014

EL SÓTANO COLOR JAZZ



Por Eduardo D. Benítez

Es una noche de viernes típicamente otoñal, de esas en las que empieza a amainar el calorcito de la temporada estival para hacer sentir una briza que no es helada, pero que demanda una prenda “de más” en la mochila o la cartera de la dama. El empedrado de San Telmo amenaza con provocar tropezones gracias a la leve garúa. El clima está especial para meterse en algún rinconcito cálido, donde tomar una copa mientras escuchamos un show en vivo. Ese lugar, en este caso, se llama Bebop, un club de música que, durante unas horas, hará que nos transportemos a esa experiencia de nocturnidad, ese clima íntimo y algo melancólico de los suburbios, que sólo el jazz puede proporcionar evocando los humores musicales de algún film de Jim Jarmusch o de Woody Allen. El local, está ubicado en la calle Moreno -donde funcionó la antigua Editorial Kapelusz- pegadito a Aldo´s restaurante donde tienen lugar semanalmente importantes catas de vino.

                Para llegar a Bebop hay que bajar una escalera que conduce a un amplio sótano donde las paredes forradas de rojo carmesí, combinadas con columnas espejadas y una luz tenue, le dan al lugar un toque de sensualidad insospechada. Nos recibe Gabriel Cygielnik, programador y ex director de la revista especializada Living Jazz. Conversamos unos minutos, sentados alrededor de una de las pequeñas mesas redondas que engalanan el espacio. Gabriel comenta, entusiasta: “abrimos con ciclos todos los días a partir de diferentes géneros musicales. Tenemos funk, blues, soul, y por supuesto jazz. Eso nos da la posibilidad de convocar a varios tipos de públicos. Grupos de jóvenes, parejas, adultos, expertos del género o gente inquieta por conocer el mundillo del jazz. Tenemos artistas nacionales e internacionales de primer nivel”. En este escenario tienen lugar shows estables de músicos de la talla de Sergio Pángaro, Mariano Otero, y hasta del cantante Pablo Dacal, quien se desliga de sus vestiduras pop´s y elabora un ciclo intimista junto a Hernan Jacinto denominado, Pianíssimo.
La gastronomía del Bebop impele a la distinción como su música. Mientras las luces del escenario comienzan a debilitarse, se nos convida con un memorable sándwich de salmón rosado y rúcula con papas rústicas que viene armonizado de tinto red blend. Es el momento en el que aparece en escena Barbie Martinez Sexteto. La vocalista canta temas de su último disco: Walkin´ (Out the door), reinterpretando standars de jazz de Bill Evans y Cole Porter, entre otros. Más tarde esas melodías apacibles e hipnóticas mutarán en un show más enérgico cuando aparezcan los ritmos del soul y acid jazz de la mano de la banda que capitanea Emme: Living Soul Proyect. La combinación entre las canciones clásicas y la potencia de una apuesta más estridente y moderna puede apreciarse en una misma noche en este sótano sin ningún sobresalto. El resto de lo que se pueda describir sobre este novísimo espacio de jazz conviene experimentarlo en carne propia. 

Nota publicada originalmente en Revista Telma

lunes, 24 de febrero de 2014

EL RASCACIELOS DEL DANTE




 Por Eduardo D. Benítez

La velocidad y el frenesí de la urbe imponen ritmos de montaje, nos escatiman porciones de ciudad que siempre pasamos por alto. Sobre todo en los desplazamientos céntricos. Allí, nuestra vida cotidiana de porteños inmersos en el mascullar rabioso del fanatismo monotributal, de la cadetería motoquera que yuga en un grand prix de metas bancarias, de esas caminatas-peripecia de seres invertebrados gambeteando otros seres invertebrados, del estupor mental ante la novedad que hace andar con paso de oruga al ocasional turista; toda mirada se abstrae del mundo. Cierto destino mental (póngale por caso: un nuevo reclamo en la sede central de la Afip, una cita esperando por la pizza y la fainá en la pizzería de preferencia) es el único señuelo. Y en ese raíd, calles, vehículos, edificaciones, transeúntes, son barreras desafiantes que se interponen, son fragmentos de experiencia que preferimos descartar, por que bloquean la tan ansiada comunión entre nuestro caminar y nuestro Destino. Este preámbulo, nutrido de exageración y barroquismo, simplemente ayuda a señalar la necesidad de levantar la vista, de “bajar un cambio”,  para darnos la posibilidad de encontrarnos -en esas mismas calles que incansablemente transitamos- con avistajes inéditos, con excursiones arquitectónicas que animan la comprensión de un tejido urbano tan complejo y heterogéneo como es el de Buenos Aires. En ese contexto, el Palacio Barolo se erige como uno de los rincones más interesantes para descubrir y disfrutar. Su monumental construcción, se encuentra ubicada en Avenida de Mayo al 1370 en las cercanías del Congreso, en medio de una zona que conjuga la evocación de una hidalguía del pasado plasmada en edificaciones históricas; con la “polucion” visual de carteles, publicidades, casas de electrodomésticos y locales de fast food deudoras de la tecnificación contemporánea.  El también llamado Pasaje Barolo (por sus características constructivas que conectan mediante una galería la Avenida de Mayo a Yrigoyen), es el resultado creativo del arquitecto italiano Mario Palanti, quien a pedido del empresario textil Luis Barolo ideó lo que fue el edificio más alto de la ciudad al momento de su inauguración en 1923. Concebido con cierta pretensión de monumentalidad, el Barolo cuenta con veintidós pisos (hoy funciona como edificio de oficinas) y mide cien metros, primer dato que nos señala las posibles coincidencias con los cien cantos que conforman La Divina Comedia. Estudioso y entusiasta de esa obra, existen teorías que afirman que Palanti, diseñó el edificio con la explicita intención de emular la obra de Dante Alighieri, con tres niveles horizontales de espacios y ribetes diferenciados que se asemejan con la composición narrativa dividida en infierno, purgatorio y paraíso. Allí reinan numerosas referencias explicitas o solapadas a la obra del poeta latino. En el Palacio pueden apreciarse, entre lujosas lámparas de hierro negro, las gárgolas y serpientes que custodian el averno, los cóndores en plena ascensión divina, la culminación en una fastuosa cúpula central y faro simbolizando la iluminación paradisíaca, celestial.  Es ese faro el que se constituye en uno de los mayores atractivos de este bellísimo edificio, que ofrece excursiones nocturnas desde donde se puede avistar la cuidad entera. 

 Quienes están inmersas en estas cifras misteriosas y en los entretelones que el Barolo ofrece al mundo son Valeria Dulitzky y Julieta Ulanovsky. Ellas tienen desde hace veinte años un estudio de diseño ubicado en el piso 15 del edificio. “Cuando éramos chicas teníamos un amigo, que ya era diseñador gráfico (Daniel Galliganni) y tenía su estudio en la torre. Ese espacio nos marcó. Era y sigue siendo un lugar maravilloso. Cuando apareció la oportunidad de mudarnos al Pasaje Barolo, no lo dudamos ni un instante”, dice Ulanovsky, los motivos que sedujeron a esta dupla de diseñadoras a afincar su estudio en el histórico predio. Ambas diseñadoras decidieron hacer un sentido homenaje al edificio, que saldrá a la luz muy pronto en formato libro, titulado Divino Barolo: “Nos gusta mucho hacer libros, nos gustan los proyectos propios, nos gusta el edificio con locura, y no existía un libro sobre este lugar. Estamos acá hace 20 años pero recién hace poco que el edificio tiene una muy buena administración que lo cuida y restaura. Eso fue definitivamente inspirador”, nos comenta Ulanovsky, y continuamos la charla.
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-¿Cuál es la propuesta del libro? ¿Cómo invita al lector a recorrer las historias y mitos del Barolo?

-El libro invita a un recorrido. Empieza enfrente mirando la totalidad y a partir de allí, ingresa y sube. Vamos intercalando textos, ideas y datos. Mostramos los espacios y también los detalles. Se ve lo lindo y se ve lo raro que también es parte. Lo original, lo restaurado y lo bastardeado. Desde que tenemos el estudio acá hemos sacado fotos incansablemente. Con esas fotos armamos un primer esquema. Después contratamos a Damián Benetucci, un fotógrafo profesional y amante del edificio para hacerlo bien y en serio. También hay material de archivo, entrevistas y textos elaborados especialmente.

El libro puede resultar de interés para los estudiosos de Dante. Porque como se esbozaba más arriba, son numerosas  las “historias” que vinculan al Palacio Barolo con La Divina Comedia.  Hay muchas historias y muchos enfoques. Tratamos de mostrar varias caras del tema, de abrir el juego más que de develar los misterios. No hay verdades sino un registro tanto en la imagen como en las ideas de lo que convive hoy en relación al edificio. Trabajamos con Carolina Muzi la edición del libro y contamos con las valiosísimas ideas de Marta Zátonyi, Fernando Aliata, Virginia Bonicatto, Carlos Hilger y Sebastián Schindel que compartió con nosotras datos que le habían quedado afuera del documental “El Rascacielos Latino” sobre el Palacio Barolo”, comenta Julieta.

-¿Cuál es la importancia del trabajo arquitectónico de Mario Palanti? ¿Cuáles son sus rasgos estilísticos característicos y en que tradición arquitectónica se inscribe?

-Mario Palanti tiene una obra enorme. Hizo muchísimos edificios, casas, edificios de oficinas y todos ellos tienen rasgos particulares. Una vez que los particularizás no podés dejar de mirarlos. Por ejemplo, hay una casa en Palermo Chico que es como un mini Barolo, con rostros de Dante y Beatriz tallados en las puertas... Palanti no se inscribe en ninguna clasificación de las conocidas. Del Barolo se dice que pertenece al Remordimiento italiano. Su trabajo está claramente basado en ingeniería con importantes componentes oníricos y místicos.

Versión de la nota publicada originalmente en Revista Telma