sábado, 6 de junio de 2009

UN CONTE DE NOEL: ARNAUD DESPLECHIN




Por Eduardo D. Benítez

El cine de Arnaud Desplechin tiene algo de proyecto romántico. Cierta recurrencia en iluminar algunas zonas oscuras de la vida, una obstinación por elevar la enfermedad ó lo enfermizo  a categoría de valor estético.  De hecho, una enfermedad sanguínea es el gran acontecimiento sobre el cual giran los conflictos de Un conte de Noel. Hermanos (uno expatriado del reducto familiar), hijos y cuñados. Tres generaciones reunidas en la casa paterna (el cáncer latente y un hijo muerto como telón de fondo) sostienen el relato con un trabajo de montaje que le da al film la fluidez de un río.

 En Un conte de Noel la casa paterna es  un receptáculo donde se vierten el pasado,  el presente  y el futuro de la familia Vuillard en los días que rondan la Navidad. Es la misma casa  que se convertirá, durante lo que dure el encuentro, en  una suerte de dulce hospicio donde cada “habitante” no dejará de refregar sus “perturbaciones” sobre el rostro del otro. El jardín tal vez estimule otro clima emocional: una promesa de calma.  Es el lugar en el que- entre cañitas voladoras, hamacas y sonrisas- algunas verdades demasiado dolorosas pueden ser enunciadas con liviandad.  Donde, por fin, cierta sinceridad y cierto paso a la alegría no asustan. Desplechin les confiere aquí a sus personajes una relativa tregua. Aunque  Junon (Catherine Deneuve) le confirmará a su hijo Henri que nunca lo quiso y él (el extraordinario Mathieu Amalric) replicará lo propio, de envidiable entereza,  con una digna sonrisa. Todas las situaciones parecen ser meritorias de cierta dosis de veneno y de ternura a la vez.  Una familia que va a mil por no poder filtrar los deseos, es decir una familia envidiable. 

Desplechin mira a la institución familiar casi bajo la órbita de una práctica cubista. Descomponiéndola, mostrando sus múltiples puntos de vista. Dándoles así  a sus miembros la posibilidad de ir adquiriendo distintas formas,  densidades según el lugar desde dónde los miremos. Incluso en Reyes y reina su anterior película la cuestión de la institución psiquiátrica, la médica y la religión entran a hacer juego y a conformar las capas de ese caleidoscopio que va gestando su filmografía.  Recordemos a Ismael, el psiquiatrizado que a golpe de planos nos convence de que la locura es de “los otros”: de la sociedad misma, de su propia familia que decidió encerrarlo. 

Lo novedoso de todo su cine, entre la “gran escena” del clasicismo y la austeridad del cine moderno,  es que no abona simplemente una cuota más al cine francés de giro intelectivo, sino que se encauza en lo puramente visceral con la mayor elegancia.  Las criaturas de Desplechin son queribles e irritantes al mismo tiempo. Declaman sus afectos sin disimulos cómo lo haría un niño. Son personajes sinceros dándole vida a un film sincero y contradictorio. Y por eso mismo doblemente bello. 

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine