viernes, 18 de diciembre de 2009

JEAN LUC GODARD: LA HERMOSA INQUIETUD

 A 50 años de Sin Aliento



Por Eduardo D. Benítez

   Es casi imposible hablar sobre Godard. O al menos tratar de definirlo con palabras sencillas, pues al ver sus películas, se tiene la impresión de estar siendo desafiado por algo extremadamente complejo, casi inabordable. Sería algo parecido a intentar hablar  sobre El Amor, tratar de aproximar algún sentido sobre ese acontecimiento abstracto del cual percibimos algunas formas o contornos, pero que a pesar de sentirlo a veces tan próximo encontramos cierta imposibilidad  para describirlo, para precisar sus límites.
   ¿Acontecimiento y abstracto? Puede parecer contradictoria la presencia de esas dos palabras que no se prestan a convivir felizmente en una misma frase. Sin embargo cuando se trata de hablar de algún aspecto de Godard (de su vida, de su filmografía), los contrasentidos, el choque entre términos, los retruécanos más impensados son justamente los materiales con los que hay que contar, con los que hay que enfrentarse. Toda una riqueza abandonada (por sus detractores) que hay para disfrutar.  Porque Godard es sino el Padre, al menos el máximo referente del cine moderno. Lo cual más o menos involucra una función rectora ó una especie de faro inevitable, y además una admiración, un amor ilimitado por parte de sus hijos (cinéfilos, cineastas). Pero al padre también le toca ser depositario de una especie de recelo constante y riguroso. Son bastante conocidas las diatribas contra Godard: que está viejo, que de sus films de los 60` en adelante no hizo nada que se pueda ver. En definitiva…todo un imaginario de cineasta maldito que se resiste a ser comprendido. Y es justamente contra ese ver y ese comprender cristalizado por el sentido común que Godard lucha y luchó toda su vida. Aunque sólo sea de forma negativa, de una manera o de otra Godard siempre es y fue una presencia inevitable para muchos.

    Algunos pocos compañeros de ruta lo siguen en su trabajoso camino de cineasta solitario: Manoel de Oliveira, Straub. Aunque su labor de crítico e historiador/arqueólogo del cine también lo deja cerca de un cineasta tan disímil como Nanni Moretti. Piénsese en las reflexiones del italiano sobre la crítica de cine en los medios masivos, piénsese en Moretti yendo al encuentro de la tumba de Pasolini ó ironizando sobre las recaudaciones a propósito del estreno de un film de Kiarostami. 


 Lo cierto es que se puede imaginar a un Godard en completa soledad, trabajando con sus materiales de origen tan heterogéneo, husmeando en sus archivos musicales, audiovisuales, pictóricos, literarios. Tal vez no sea descabellada  la idea de un Godard como un gran archivo mental, como un enciclopedista bellamente lunático que sobrevuela con ojo crítico El Cine. Por lo menos ese es el Godard que construimos a base de fragmentos, de declaraciones en entrevistas, a través de sus aforismos,  de sus máximas, de sus apariciones en sus propias películas. Matices que  develan una vida que se resiste a ser separada de su obra: “El cine/ mi idea/ la que puedo expresar / ahora/ era la única manera/ de hacer/ de narrar/ de darme cuenta que yo/ tengo una historia/ como persona” dirá en las Histoire (s) mientras fuma su sempiterno habano. Una necesidad vital de cine y, sobre todo, una necesidad que el cine tiene de su figura, de su autoría. Dirá también en ese tono casi de oráculo refiriéndose a la nouvelle vague “Hay un misterioso vínculo entre las generaciones pasadas y la nuestra. Éramos esperados en la tierra”. Una frase que abreva casi  en  las fuentes del misticismo.  Pero ¿Qué sería de la Historia del cine (del arte incluso) sin Godard? O también ¿qué sería de él sin la Historia del cine? Godard necesita del cine (de su historia) para poder transformar su propia vida y convertirla en una máquina de disparar una multiplicidad de sentidos y observaciones sobre la cultura; y es por eso que, a su vez, la historia del cine necesitó de Godard. Hay una deuda bastante alta, si de innovaciones estéticas hablamos, que el mundo del cine tiene con el director de Sin aliento. Si se piensa que ya en1959 había hecho una lúcida e irónica relectura del policial negro, que transfiguró las propuestas del pop-art, el arte de masas, el letrismo, que más adelante instaló el distanciamiento bretchiano en sus films más políticos, que a finales de los 70’ ya veía en el video un ámbito fértil para la experimentación formal, que de los 80’ en adelante hizo concurrir en su discurso audiovisual el pensamiento de los filósofos más importantes del siglo XX (Derrida, Deleuze, Levinas, Arendt, Debord). Alguna vez declaró un poco indignado refiriéndose a “la generación de Desplechin y Assayas”: “el cine los hace existir, más que ellos hacen existir al cine”. Porque para él, seguro se trata de otra cosa. De ponerlo todo en diálogo. Incluso un diálogo que deje las cosas en estado crítico. Confundirlo todo: la vida y el cine, el cine y la pintura, la poesía y el cine. Godard de alguna manera ensayó toda su vida algo del proyecto literario de Rimbaud: que el arte y la vida sean inseparables. Godard también sentó a la belleza en sus rodillas, la encontró amarga y la insultó.

   En los años 80’ (tal vez su período más importante) Godard comienza una obra de una hibridación vertiginosa.  Es la  etapa en la que no cesará de aparecer en la pantalla  ofreciendo su cuerpo y su voz.  Sus películas se convierten en criaturas de múltiples perspectivas y su filmografía se va alejando, ahora sí, casi totalmente del territorio de lo verosímil. Personalmente considero cinco de este período como la cima de su obra: Passion, Prenóm Carmen, Jlg/Jlg, las Histoire(s), King Lear. Son películas signadas por un susurro. A pesar de que incluso antes de Dos o tres cosas que se de ella escuchamos susurrar a Godard en sus películas. Pero este es un susurro explosivo, un caudal de voz-off nunca concordante con su referente en la imagen. Tanto en Jlg/Jlg como en las Histoire(s) hay retazos de tono profundamente autobiográfico. Da la sensación de estar asistiendo a una confesión muy íntima de una historia individual que está siendo cuestionada en contrapunto con la Historia. Una especie de diario íntimo en constante desplazamiento. En definitiva, una vida que está siendo escrita frente a nuestra mirada. En su autorretrato, Jlg/Jlg, se lo escucha decir “decimos más de lo que deseamos/ creemos que expresamos lo individual pero expresamos lo universal/ Yo tengo frío/ Soy yo quien dijo yo tengo frío/ Pero no soy yo quien es escuchado/ Yo desaparecí entre esos dos momentos del discurso” y más adelante “a dónde vive usted/ En el lenguaje/ Y no puedo mantenerme quieto”.


La de este período es también una voz-off que nos adelanta la imposibilidad de la historia, del relato. En King Lear, en Passion la historia siempre está por venir, por ser contada. Se reflexiona, se alude a ella de una u otra manera, pero nunca llega. “Lo que estamos buscando es como el fuego, nace de lo que destruye” dice el profesor loco en King Lear (el propio Jean-Luc) portando una tupida cabellera compuesta de cables de audio y video, cuando le preguntan por el nombre de las cosas. Como si una narración clásica ya no fuera posible, como si hubiera que trabajar a partir de sus cenizas: “hace unos años me di cuenta que el cine no había mostrado los campos de concentración (…). Ahí el cine se detuvo; entonces yo pensé que la nouvelle vague no era un comienzo sino un fin”.  

   El fin. Ciertamente Godard coquetea con la idea de la muerte del cine: “Aguardo el final del cine con optimismo”. Tal vez  la sentencia  defunción no pase más allá de las fronteras de la ocurrencia o la boutade godardiana.  Pero con esa frase está sugiriendo que de alguna manera la maquinaria narrativa mostró su agotamiento, algo socialmente llamado cine nos dejó fijados en nuestras butacas a la espera casi desinteresada de ese placer por la repetición.  A partir de allí, Godard aparece como el continuador de algo difícil de definir,  tal vez “una forma que piensa” como él mismo diría, pero que de seguro ya no es más el Cine. Algo que puede pensarse en términos de la distinción barthesiana goce/ placer. El cine de placer está íntimamente relacionado con nuestra comodidad, nuestro confort. Se supone que vamos al cine, pagamos una entrada y somos recompensados con cierta dosis de previsible plenitud. El cine de goce nos hace tambalear, nos sacude, el yo se extravía en un complejo de sobreimpresiones, ralentis, aceleraciones - en las Historie (s) por ejemplo-. Ningún valor, ningún sentido de antemano nos está garantizado. Hacia esa dimensión fue la obra de Godard siempre. Una especie de poética de la dispersión.




De alguna manera, algunos orientamos la mirada hacia el pasado del cine según el criterio de un hombre que supo imponerse con estilo. Que tuvo verdadera convicción para decir dos o tres (y seguro muchas más) cosas importantes. ¿Será que leímos la historia del cine a través de su vida? ¿Que de alguna manera por no haber filmado los campos una generación se había equivocado mucho, la historia se había detenido? ¿Que  nos sentimos dulcemente heridos al descubrir que uno de los rostros más hermosos del mundo tenía nombre y apellido: Anna Karina? Godard lo propuso y nosotros le creímos.


Artículo publicado originalmente en Revista La Otra21