lunes, 21 de noviembre de 2011

DE ENTRE LOS MUERTOS



Manual filosófico para salvarse de la zombificación posmoderna. El libro Filosofía zombi  es un llamado a la emancipación sustentada en la imaginería pop de los muertos vivientes.  

Por Eduardo D. Benítez

Pasaron más de cuarenta años –es decir después de La noche de los muertos vivientes (1968)- y desde entonces sabemos que los zombis son nuestro espejo, ese en el cual no queremos vernos reflejados. Pedagógico y político hasta el empacho, el subgénero de los muertos que caminan funcionó históricamente para activar los mecanismos de un imaginario que percibe la otredad como amenaza latente. Muchas de estas enseñanzas las conocemos por medio de George Romero, quien cambió la ecuación (la del retrato del zombis tomado de los trances vudú) usando a los muertos vivos como telón de fondo para mostrar que el peligro es la alteridad más cercana, el ser humano en su más pura cotidianeidad. 

 Y no es casualidad que ese mismo director sea la figura medular que atraviesa el libro Filosofía zombi de Jorge Fernández Gonzalo de principio a fin. En este compendio de ensayos sesudos -que fue finalista del Premio Anagrama de Ensayos- Lipovetsky, Foucault, Debord y Deleuze son convocados para elaborar un mapa crítico de las sociedades contemporáneas a través de la filmografía de Romero y de series televisivas como The Walking Dead. Cada film del realizador de La Noche de los muertos vivos se asume como el eje organizador de cada capítulo y sirve como punta de lanza desde el cual avanzar sobre diversos temas: el consumo y el flujo financiero como organizador de las lógicas del deseo articulada con El amanecer de los muertos (1978), la dimensión animal y la deshumanización explotada en El día de los muertos (1985), la experiencia de las realidades virtuales y el avance de los mass-media que se desprende del visionado de El diario de los muertos (2007). 

 Se trata aquí de acuñar un concepto-zombi para rastrear las resonancias políticas y sociales propagadas por la máquina cinematográfica. Estamos -entonces- ante un trabajo exhaustivo que se propone develar las perversiones del mundo en el que estamos insertos, pero que corre el riesgo de reducir al género mismo a la potencialidad de una simple metáfora, al análisis de lo que estos films tienen sólo en su densidad alegórica. Lo aclara honestamente el propio autor en la introducción: “las páginas que leerán a continuación no pretenden abordar de manera sistemática el fenómeno histórico-cultural del zombi en su implicación con el cine y otras artes”, porque se trata en cambio de vehiculizar concretamente un corpus teórico y fílmico hacia “los desequilibrios financieros, modelos de pensamiento afianzados por el poder y consolidados en la puesta en práctica de la maquinaria capitalista“ a la que estas filmografías hacen alusión. Más que en su ensayística cinematográfica, valga al lector considerar al ensayo de Fernández Gonzalo en su gesto político manifiesto. Después de todo -muy distinto a las mordidas seductoras y los regodeos histéricos de los vampiros- el zombi va directo hacia lo concreto: las vísceras y el tan mentado “cerebro”. Y si esto es así, en su poder de significación política también se encabalga hacia la explicitación, hacia lo evidente.

 Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine.

lunes, 10 de octubre de 2011

CINES MUTANTES




La nueva cinefilia está de fiesta. Llega a nuestras librerías la edición en español de Movie Mutation,  el inclasificable ensayo comunitario que compilaron los críticos Jonathan Rosenbaum y Adrian Martin. Con ustedes Mutaciones del cine contemporáneo de editorial Errata Naturae.

Por Eduardo D. Benítez

Publicado en el año 2003 en inglés bajo la coordinación del estadounidense Jonathan Rosenbaum y el australiano Adrian Martin, el libro hoy presentado en castellano bajo el título Mutaciones del cine contemporáneo se propuso desde su inicio como un ejercicio reflexivo atravesado por múltiples voces para pensar la realidad mutante del cine de nuestros tiempos. ¿Qué significa hoy ser un cinéfilo? ¿A qué llamamos Nuevas Olas (taiwanesa, iraní)? ¿Qué patrones estéticos comunes existen entre ellas? ¿Cómo modifica la producción audiovisual el proceso de revolución digital que viene dándose desde comienzos del nuevo milenio? Para esbozar algunas  respuestas a estos interrogantes, un grupo de viejos críticos, cinéfilos, e historiadores (Raymond Bellour, Jonathan Rosenbaum) interpela en clave dialéctica a una generación más joven (Adrian Martin, Kent Jones, Nicole Brenez) y busca en ella la vitalidad necesaria para pensar el estado y las transformaciones del mapa contemporáneo de la imagen en movimiento. 

 En su estructura Mutaciones…no es un libro lineal, sino más bien un compendio de disertaciones colectivas dispuestas abiertamente a lo fragmentario. Abren y cierran el volumen dos conjuntos de cartas (en papel y por correo electrónico) espaciadas por una brecha temporal de cinco años donde cada escriba aporta su interpretación en relación al post 11 de Septiembre, al cine postmediático, a la especificidad de los cines nacionales en un contexto de frenética globalización, etc. Por el hecho de tratarse de un epistolario dilatado durante un lustro clave en la agenda geopolítica (1997-2002), el libro es testigo también de las mutaciones tecnológicas surgidas a finales del siglo XX y principios del Siglo XXI no sólo en términos de producción fílmica sino también en el fragor de los intercambios intelectuales. Pues ese grupo de cinéfilos mutantes, en el que el territorio común es esa aventura trascendental llamada cine, no podría haber tenido existencia sino fuera en esta era de inmediatez digital. Como bien afirma Rosenbaum en el texto que cierra el libro -tal vez sobredimensionando un poco este tipo de ensayística comunitaria- “dichas comunidades no se encuadran dentro de determinadas ciudades o incluso en un conjunto de ciudades (o de países, si a eso vamos) sino por el alcance de internet, lo que da lugar a un nuevo tipo de poder colectivo.” 

 Los textos aquí reunidos también son una invitación especial para conocer la obra de algunos de los directores que protagonizan el cambiante escenario de la cinematografía contemporánea. Desde una extensa entrevista con Abbas Kiarostami, pasando por un  exhaustivo artículo sobre la obra de Hou Hsiao Hsien, hasta el extraordinario capítulo de Kent Jones dedicado a Tsai Ming Liang se advierte la impronta caleidoscópica del libro por  sus heterogéneos registros de escritura y  su poder de congregar la mirada de especialistas de los cinco continentes. 

Hay que destacar que de ninguna manera este trabajo se pretende conclusivo. Todas las voces que aquí se pronuncian, convocan al lector cinéfilo a agregarle su sentido y reconfigurar el entramado de sus propuestas como si se tratara de una obra abierta a una constante metamorfosis. 

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine 

sábado, 8 de octubre de 2011

GLOSAS SOBRE ALGUNOS FILMS DE JIA ZHANG-KE



Por Eduardo D. Benítez.


            El resultado de la  revolución es un espacio irregular colmado de escombros. Por lo menos en China. Así parece describirlo Jia Zhang-Ke en sus películas. Un lento abrirse hacia el capitalismo que puede ser también motivo de apertura de algunas grietas en el vasto mapa cinematográfico global. 24 City, Naturaleza Muerta, The World, Placeres Desconocidos, Platform son algunas de esas fisuras. Testimonios de una sociedad que va camino a la modernización en ralenti hace más de veinte años. Pero ¿quién es Jia Zhang-Ke? Un director  chino para cuya obra se hace difícil encontrar una filiación estética o temática precisa, una dinastía. Habría que recorrer el globo para hacerlo, realizar un extraño recorrido que puede quedar a mitad de camino entre la utilización del plano semivacío antonioniano, el errabundeo de posguerra de los personajes del neorrealismo italiano y una visión de lo cotidiano descarnada y a la vez distanciada que puede considerarse herencia del cine de Ozu. Pero Jia es, sobre todo, un obseso trabajador. A sus 38 años lleva realizadas,  entre distintos metrajes de ficción y documental, más de catorce películas. Es de esos grandes cineastas, de esos que según Daney tienen sólo “una idea fija que les permite seguir su camino”. Una idea obstinada que atraviesa e ilumina toda su obra. Esa idea se manifiesta en forma de pregunta: ¿qué transformaciones se vienen dando en el seno de la sociedad china a partir de su relativa integración a una economía liberal?


   Sobre el trabajo del gigante director chino, algunas consideraciones: ¿Qué rasgos oponen a los dos directores chinos por excelencia: Zhang Yimou y Jia Zhang-Ke? Uno cuenta siempre con un grueso presupuesto para hacer sus películas, el otro no. Uno se ha convertido en el productor oficial del discurso historicista de China, el otro no. Uno trabaja a través de los géneros, el otro es un autor cuya obra se torna indescriptible en términos genéricos. Zhang Yimou, reciente director de La maldición de la flor dorada, creó ese espacio hiperespectacularizado que fue la inauguración de los Juegos Olímpicos 2008. “El mundo” entero se fue desplegando en casi cuatro horas a pura luz y estruendo volando por el cielo. La representación de la globalización no consistió en ver cómo confluían los desfiles de las distintas culturas en un mismo espacio, en una misma “escenificación”, sino en intentar mostrar, con una cierta progresión de planos (plano medio, gran plano general, tomas aéreas), una imagen única. Las miles de personas que participaron del show actuando, percutiendo, danzando se convirtieron de a poco (al llegar a la panorámica) en pixeles de una imagen que se iba descomponiendo hacia lo no figurativo. Así, cada cultura obtuvo su imagen abstracta propuesta como parte de una totalidad. El esplendor visual y el ritmo en la planificación propio del nuevo cine de artes marciales estuvieron allí para contener al resto del mundo ¿Cómo distinguir frente a esas imágenes ante qué cultura, qué  “problemas” estamos presenciando? El Zhang Yimou demiurgo es algo obtuso, forzó las imágenes hasta llegar a un torpe resumen de una trama universal compleja, una fallida “alegoría” (F. Jameson) de un sistema mundial que no cesa de ampliar sus redes.

   ¿Y si en vez de Zhang Yimou hubiera sido Jia el maestro de ceremonia de ese gran evento? Tal vez obtendríamos una película como The World y constataríamos que el mundo avanza lentamente y sin piedad hacia su conversión en una verdadera naturaleza muerta.  Jia opta por mostrar la globalización de una manera exquisitamente lúcida con delicados deslizamientos de cámara haciendo foco en un problema humano, demasiado humano: el trabajo. Los protagonistas de The World son los trabajadores de un gran parque temático de Pekín que reúne a escala las grandes obras arquitectónicas de los cinco continentes. Ahí están la Torre Eiffel, Manhatan, las pirámides egipcias para ser vistas en un recorrido que toma algunas pocas horas. “Visite el mundo sin salir de Pekín”, reza un altavoz, mientras vemos a un grupo de personajes recorrer el lugar en plano-secuencia: bailarinas, guardias de seguridad, inmigrantes a los cuales al instante de ser “contratados” para trabajar se les confisca su pasaporte.  Ese es el  mosaico laboral del mayor parque de atracciones de la ciudad, conformado por personas que vienen de lugares inhóspitos de China, de Rusia, etc. Un ambiente laboral aparentemente de una armonía estática (con sus miniaturas bien cuidadas) en el que las personas se han vuelto objetos inertes. 


 Escenas en camarines, amores de pasillos, caricias en el interior de un simulador de vuelo, desencuentros amorosos entre un vigilante y una bailarina en lo alto de la Torre Eiffel, travellings por largos corredores que imaginamos  conducen a escena. “Escena” aquí se convierte en una palabra importante porque lo que sucede en la película es aquello que está detrás del espectáculo luminoso que el parque ofrece al público. Como si la vida de esos personajes casi al margen no pudiera ser contada sino por detrás de todo ese teatro, detrás de lo que ellos mismos producen. No mostrar la realización de su trabajo, mostrar lo que sucede “entre” parece ser la premisa de Jia. ¿Un film de backstage? Tal vez.  Pero, en definitiva,  el parque en sí no es más que un “campo” común donde fluye este equipo de trabajo cuya única ambición es un estar en éxodo constante. Algunos están a la espera de un pasaporte que los lleve a Hong Kong, otros anhelan una vida mejor probando suerte en otros trabajos,  la chica rusa coquetea con la prostitución para  juntar dinero y llegar a Ulan Bator. Acaso “refugiados” sea la palabra más acertada para definir a estos personajes, en el sentido que el filósofo italiano Giorgio Agamben le da al término. Es decir que pueden ser pensados como masas de residentes no-ciudadanos cuya situación es la de estar en refugio u éxodo constante (incluso en la inmovilidad) ya que lo que importa es que son porciones de humanidad que ya no son representables dentro de un Estado.

    En Placeres desconocidos el trabajo es lo que falta. Los amigos Bin Bin y Xiao Ji están desocupados por tiempo indeterminado. Circulan con su moto por calles arrasadas, fuman con hastío (el cineasta chino lleva al paroxismo el motivo “fumar”en toda su obra). Son flâneurs a medias, deambulan sin rumbo pero con objetivos (por mínimos que sean) precisos.

   A veces será el deseo de amar (Placeres desconocidos), otras de encontrar a un familiar que no se ve hace años (Naturaleza muerta), otras promover una “moderna” banda de Rock donde sea (Platform). En otros casos será experimentar una especie de suspensión del tiempo, como puede verse en escenas muy reiteradas a lo largo de su filmografia: situación de grupos de personas que no hacen nada, sólo yacen alrededor de una mesa, incluso casi sin hablar. No hay un tiempo organizador, eso que se llama tiempo productivo. Y en paralelo a sus vidas avanza una inexorable mutación urbana, que puede ser una autopista a medio construir, la edificación de la represa más grande del mundo (Las Tres Gargantas) que deja a una población entera bajo el agua ó la demolición de una mega fábrica para dar lugar a un enorme complejo habitacional (24 City). 


   Tanto los personajes desolados de Placeres Desconocidos, como aquellos que son entrevistados sobre el pasado y el presente en 24 City, ó los que forman parte de las historias que corren paralelas en Naturaleza Muerta son testigos mudos de una alteración urbana que no se detiene. Testigos de un tránsito: el de una sociedad que se evidencia residual hacia una modernización que va marcando sus dominios con rigor. Los de Bin Bin, Xiao Ji y Qiao Qiao son cuerpos anclados en una geografía imprecisa: La ciudad en construcción es ese gran monstruo que los devora. Esta es la manera que Jia tiene de interrogar la Historia. Entre la austeridad del escombro y la promesa del esplendor urbano. Y en el medio,  el cuerpo de los personajes casi íntegramente desdibujado. Situaciones un tanto asfixiantes descritas con una distancia elegante. Describir también es una palabra importante en la obra de Jia: “describir es observar mutaciones”, dijo Godard en alguna entrevista. Nada más adecuado para referirse a porqué, cómo y dónde ubica y mueve la cámara Jia. Nada más alejado de la pluma hiperdescriptiva del nouveau roman o los planos secuencia del Resnais de Marienbad.  Mientras que en Marienbad Resnais describe a la vez que cataloga y archiva el mundo retratándolo estático, en Jia la descripción está en función de testimoniar un doloroso proceso de cambios; en la constante redefinición del espacio, los rasgos de la población también van mutando.

 Secuencia memorable (tal vez una de las más memorables del año) de Naturaleza Muerta: Un barrido con la cámara que comienza con un fuera de foco donde apenas distinguimos unos cuerpos. El movimiento es muy lento y vemos a veces desde muy cerca fragmentos de rostros, torsos desnudos, pieles transpiradas. Luego el campo visual se hace más nítido y entendemos que es un numeroso grupo de personas que viaja en barco. La cámara sigue su recorrido hasta que parece frenar para mostrar a uno de los héroes del film que está en  la popa… pero continúa hasta que la secuencia termina con un gran plano general de un puente gigante donde por debajo aparecen los créditos de inicio: un film de Jia Zhang-Ke. Una cámara descriptiva que traduce muy bien la mirada de su director, una mirada que parece necesitar que dentro del cuadro convivan la inmensidad  con  la pequeñez. De ahí la obsesión de Jia por esos gigantes planos en profundidad donde una figura minúscula (el hombre mismo) es simplemente una ínfima inscripción en un entorno monumental que lo termina fagocitando (los territorios naturales de la ciudad de Fengjie, por ejemplo). La de Jia es una obra en la que la descripción del lugar (topos) se convierte en tópica, es decir en casillero donde volcar una fuerza retórica, una marca de estilo. Esas marcas recurrentes hacen vacilar incluso nuestra concepción del cuerpo humano como medida fundamental para pensar el tamaño de un plano.  Pues los propios afectos de los personajes son constantemente interrogados, desafiados por “las cosas”: tal vez haya que empezar a  pensar el plano- gran placa de concreto que se derrumba ó el plano-enorme pieza de acero de fábrica en desuso. Y ya no primer plano, plano medio, etc. teniendo en cuenta un cuerpo humano preciso.


Con Tsai Ming Liang experimentamos ese cine en el que la imposibilidad de  la comunicación humana es la regla. Tal vez  Jia Zhang-Ke sobrepasa esa línea,  pues con él  asistimos a  un cine en el que la propia figura humana se vuelve imposible de representar. Un cuerpo humano que se encuentra totalmente eclipsado entre el desastre urbano y la ciudad por venir: en ese intersticio está la potencia de trabajo, de amor de sus personajes, siempre enmudecida.

    Uno termina exhausto al escribir estas notas sobre  Jia. Se tiene la sensación de haber luchado con una obra árida, que demanda un gran trabajo al ser abordada.  Es lo mínimo que se le puede devolver a un director de cine que se esfuerza en decir bien alto y con elegancia que a veces la vida cuesta un precio muy alto pero que tiene reservada para nosotros algunos placeres desconocidos (como ponerse a pensar en sus películas).  

Artículo publicado originalmente en Revista La Otra nº 20

sábado, 24 de septiembre de 2011

MACHETE EN MANO



Por un cine popular, visceral e irreverente. Surgida de un falso tráiler, Robert Rodríguez entrega -en una muestra de libertad creativa- su mejor película hasta la fecha: Machete.

Por Eduardo D. Benítez

La bestia pulp está de vuelta. Y al parecer, una especie de Movimiento Antropofágico trash existe en cine. Por lo menos eso puede confirmarse en la filmografía de Robert Rodriguez, coronada por su última película Machete (2010).  Se puede enlazar a este hermano díscolo de Quentin Tarantino con la corriente de vanguardia brasileña,  no sólo por la reivindicación de cierto primitivismo (del cine); sino que los liga también, la capacidad de fagocitar -sin jerarquizar- elementos dispares de la historia de la cultura toda. Pero si el movimiento latinoamericanista liderado por Oswald de Andrade forjaba un mestizaje de corrientes estéticas para hacerle contrapeso a una mirada eurocéntrica, el canibalismo del autor de Sin City adquiere un espesor de pastiche con pretensiones universales y totalizadoras. El cuasi chicano profesa feliz una patología del linkeo: su marca personal es convocar estilos postergados, como remanentes culturales. Esos que hace algunas décadas formaban la pata marginal para el mundillo de un arte demasiado “serio” y “respetable” como para entender que el exploitation, el comic, el gore, el policial folletinesco, el video clip, la serie televisiva son parte nutricia de un verdadero cine de masas. 

ME DICEN QUE DIGA QUIÉN SOY

¿Pero cuál es el genuino Robert Rodríguez? ¿El que emprende aventuras para niños o el que elucubra relatos de músicos populares con potencial sanguinario? ¿El que hace encarrilar su cine por las vías de lo artesanal o el que juega en las grandes ligas con presupuestos vigorosos? Es cada uno de esos directores y todos a la vez.  Conjugando en un caldo único diversos retazos estilísticos, Rodriguez hace su propia crónica de legitimación autoral.  A la vez clásico y contemporáneo. Con sus remisiones nostálgicas hacia el pasado, pero también con su anclaje en conflictos del presente, el director gesta el mosaico, el recorrido museístico de los objetos cinéfilos que adora. De hecho por medio de esa pista de aterrizaje de toda película que son los créditos de inicio R.R. ya nos invita a dar un paseo por una especie de memoria viva del cine. En Planet Terror viajamos a las salas de doble sesión de los años setenta, al celuloide gastado, a los espectáculos a go-go en bares de “mala muerte”. En La balada del pistolero y Erase una vez en México, las secuencias iniciales hablan de un lejano oeste revisitado en las espuelas pulcras de Antonio Banderas, de vaqueros modernos que pasan a la acción en ralenti. Los créditos de Sin City y Machete prologan en clave viñetas el derroche de sangre que veremos durante lo que duren los films. 

TRES SON MULTITUD

Los entretelones de la producción de su primer largometraje traen aires míticos. Para financiarlo, RR se ofrece como conejillo de indias para un experimento científico sobre el efecto de ciertas drogas. De esa aventura obtiene los 7.000 dólares que costó El Mariachi (1992), película basada en un culto pasional por lo berreta y que inaugura una trilogía de neowestern chicanos. Nadie imaginaba que un tipo podía  ganar el premio del público en el Festival de Sundance realizando un film con ese escueto presupuesto. Un héroe de básicas ambiciones –ser simplemente un cantor popular- que termina envuelto en una trama de narcotráfico por amor, le bastó a su director para demostrar que se podía invertir mucho corazón ante la escasez de recursos y obtener célebres resultados. Pero todo el desparpajo y la frescura amateur característica de esa ópera prima, se pierde en las otras dos patas de la trilogía. Más remilgada pero con buenas intenciones es la secuela  La balada del pistolero (1995), que llevó a la fama a la pulposa Salma Hayek e hizo visible –tres años antes de calzarse la máscara de El Zorro- a Antonio Banderas en tierras yanquis. Pero cuando llegamos a Erase una vez en México (2003) las cosas se ponen peores. Ni el dream team actoral la salva del archivo de las películas fallidas. Ni Johnny Depp como un trastornado agente de la CIA, ni Willem Dafoe como archi villano funcionan en este film donde los chistes toscos y la búsqueda de cierto preciosismo visual le inclinan la cancha a su filmografía. Aquí -incluso con un presupuesto abultado- Rodríguez tiene el síndrome del genio creativo en retirada. Pero…director inagotable y fascinado por armar trilogías, también se le animó al cine dedicado a los más chiquitos.  Con aventura y acción para niños y adultos, la trilogía de Mini espías fue -entrega por entrega- un éxito de taquilla. 

            DOBLE TRACCIÓN

El genio creativo de R.R se afianza en el trabajo conjunto con su 
amigote Quentin Tarantino. Del crepúsculo al amanecer (1995), otro de los grandes momentos en la filmografía de Rodríguez le debe mucho a esa relación. Después del experimento de una película de dirección coral (Four Rooms, 1995) la imaginería de Tarantino anida en prácticamente cada film realizado por el texano. Su participación como guionista en Del crepúsculo al amanecer confirma la mezcla explosiva de esa fuerza conjunta: un verdadero film mutante que cambia de piel (de género, de intensidad sanguinolenta) radicalmente. Lo que comienza como una road movie se vuelve épica vampírica con un George Clooney joven, desencajado y de moral inmune, tal vez en una de sus mejores gestas. Junto a Tarantino también realizaría la mejor adaptación de una historieta hecha en cine (sin contar Spiderman de Sir Sam Raimi, por supuesto). Más allá de que Sin City (2005) toma prestada casi a rajatabla la maquinaria retórica del lenguaje historietístico (encuadres, trabajo en la paleta de colores, etc.); la historieta de Frank Miller cuadraba justo para ser llevada al cine por este tándem: exaltación de la violencia, personajes masculinos de un romanticismo virulento, las mujeres arrojando luz sobre el velo corrupto y sombrío que cubre la ciudad. El trabajo en dupla llega hasta Grindhouse (2007), un proyecto que homenajea a las salas donde se proyectaban películas del género exploitation de bajísimo presupuesto –en doble programa- en la década del setenta. Para esta obra conjunta, Tarantino produjo Death Proof y Rodriguez Planet Terror. Esta última un festín de vísceras y escatologías varias que festeja al cine de zombies sin el delirio creativo habitual de su director. De todos modos, de esa película algo fallida surgiría la desmesurada maravilla que es Machete (2010).

MACHETE, HERRAMIENTA POLÍTICA

Surgida de un falso tráiler incluido en Planet Terror, el personaje que encarna Danny Trejo (eterno actor de reparto finalmente en un protagónico) resume muchos de los motivos recurrentes en la obra de Robert Rodríguez. Ex federal convertido en mito popular, Machete transita la barrera fronteriza entre México y EEUU donde las conspiraciones corruptas marcan el timing diario. Hay narcotraficantes (Steven Seagal), un sheriff impiadoso (Don Johnson), una organización revolucionaria comandada por una sexy latina (Michelle Rodríguez), un senador caricaturesco (Robert De Niro) y subtramas familiares con cuotas de perversión (Linsday Lohan se la juega). Y en medio de esa compleja trama Danny Trejo (Machete) crea del barro a nuestro Charles Bronson latinoamericano y revolucionario casi por accidente. Rodríguez hace en Machete un cine bastardo, que no tiembla ante la deuda de un paternalismo de estilos importados; sino que asume su especificidad en el reciclaje mismo. Reivindicación tercermundista desde dentro de los estudios. Mientras Hollywood se le atreve al comentario político en clave de futurología, de neo matrix al cubo en incepciones nolanyanas, entre tanto avatar que alerta sobre el desastre natural y la digitalización de nuestros cuerpos en los años venideros; Machete hace acción curtida en el bajofondo texano y juega a señalar un aquí y ahora inminente: la electrificación de la frontera norteamericana, el republicanismo saliendo de cacería a buscar mexicanos en su diáspora famélica.  


Los personajes de Robert Rodríguez –más o menos verosímiles, no importa- son un bestial aglutinamiento de mitos, una rejunte de caracteres de la infinita comedia humana. Grotescos y sofisticados; crueles y sensibles, dispuestos a morir por sus convicciones o a retraerse preservando su individualismo. ¿Es posible salir ilesos ante tamaña ambición por conjugar realismos?

 Atículo publicado originalmente en Revista Haciendo Cine nº 110

martes, 13 de septiembre de 2011

Mc KOSHER DE BRIAN JANCHEZ



 Por Eduardo D. Benítez

Autobiográfica, sucinta y de un monotemático aplomo es la pequeña historia gráfica de Brian Janchez titulada McKosher que edita Llanto de mudo y Ediciones Noviembre. Originalmente seriada en el blog del autor, luego publicada en la revista La Mano, salida de las entrañas de su anecdotario curricular, esta breve pieza describe los sinsabores de un trabajo alienante en un patio de comidas. 

 La fábula cuenta que un llamado telefónico sorprendió a Janchez accediendo espontáneamente a un empleo que ni siquiera le interesaba realmente: ponerse el uniforme McDonaldniano y hacerse cargo de la cocina en el local de comida rápida para la colectividad judía que está ubicado en el Shoping Abasto. Apenas insertado en un mundillo de automatización extrema -donde cada hamburguesa se cuece (y vigila) a un ritmo obsesivamente milimetrado al igual que el desempeño de su personal- viñeta tras viñeta nuestro personaje es retratado con una mirada especialmente hastiada, algo pasiva y desangelada del mundo.  Con un fresco exhaustivo del día a día durante una semana de trabajo en el chatarro-food, McKosher retrata situaciones menos entrañables que Shloishim, la publicación anterior de Brian Janchez, donde nos sumergíamos en su memoria infantil a través de la ceremonia judía de duelo, dándole al relato una impronta de mayor afectividad y cercanía. Aquí, en cambio, hay un registro más distanciado y teñido por cierto matiz de abulia adolescente que permite pensar en una generación de jóvenes sin rumbo que en los años noventa hicieron lo impensado para identificar sus pasiones, como por ejemplo, crear historietas.