jueves, 21 de julio de 2011

OTROS MUNDOS de Gonzalo Aguilar




Se reedita, en versión actualizada, el volumen que se ocupó de pensar con rigor al Nuevo Cine Argentino: Otros Mundos de Gonzalo Aguilar. Para los cinéfilos, un libro que ya tendría que ser un clásico.

Por Eduardo D. Benítez

Hoy, quince años después del estreno de las primeras películas de Adrián Caetano, Lucrecia Martel, Martin Rejtman (por nombrar a algunos) la categoría “Nuevo Cine Argentino” parece estar naturalizada e incluso resulta de uso común para denominar un tipo de producción estética como correlato de un modo de financiación, circulación, etc. particular de la escena cinematográfica nacional. Sin embargo, hace apenas unos años eso no resultaba tan fácil. Había que describir con rigor aquellas cinematografías que aparecían como síntomas de una estilística nacional o de época, autodefinirse como corte y renovación con respecto a la esterilidad vanguardista de décadas precedentes (particularmente la del 80) no sólo desde la producción, sino también desde la crítica y el público. Es allí cuando, en el año 2006, se inserta como una pieza fundamental en ese terreno el libro de Gonzalo Aguilar para ordenar, historizar, poner en serie y en crisis esos otros mundos cinematográficos que orbitaban desde hacía tiempo y propiciaban los debates más candentes de la reseñística argentina. 

Los jóvenes directores de la generación del NCA no sólo exploraron al máximo sus posibilidades creativas al punto de constituir poéticas personalísimas (no es lo mismo Lisandro Alonso que Pablo Trapero, pero ambos encarnaron muchos aspectos del NCA); como contrapartida a un vetusto cine precedente, a todo un sistema de producción que acostumbraba a imaginar sus ideas en un carril de abultados presupuestos, demostraron que se podían concebir películas como parte de una verdadera aventura, que Aguilar no tarda en definir “en su sentido primordial de búsqueda o invención de experiencia: se sale a rodar con la cámara sin que el objetivo final esté mínimamente garantizado”. Entonces hay un abanico que ayudó a pensar la producción artística de este grupo de realizadores que ni de lejos se resume en patrones estéticos comunes. Existieron formas de producción y distribución, organismos y fundaciones, escuelas de cine y de crítica que obligaron a pensar en un “nuevo régimen creativo”. 

 Pero si creemos que toda esta historia nos parece muy conocida, la segunda edición actualizada de Otros Mundos agrega un sustancioso epílogo donde se aborda al cine nacional desde el 2006 hasta la fecha.  ¿Y qué fue lo que ocurrió en ese período? Nada más y nada menos que los directos del NCA siguieron filmando, tuvieron coqueteos con el mainstream y experiencias en un sistema más industrial (Tarpero, Caetano, Lerman). Pero paralelamente se consolida lo que Aguilar llama un cine anómalo: “una serie de películas marginales, bastardas y obstinadas que buscan instaurar otro circuito y una experiencia en los bordes de la industria”. Y en ese contexto se enmarca, obviamente, el monumental e inclasificable film de Mariano Llinás Historias extraordinarias. Pero también el cine de Gustavo Fontán, Pablo Fendrik y Santiago Loza. 
  
Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine. 

lunes, 18 de julio de 2011

NUEVA TELEVISIÓN NORTEAMERICANA





Por Eduardo D. Benítez

Desde el último decenio, aproximadamente, se viene dando un nuevo fenómeno audiovisual: el consumo masivo de series televisivas. Y desde entonces, la maquinaria parece cada vez más y mejor aceitada. Nuevas producciones norteamericanas engrosan una lista que se nutre de los géneros más diversos, de los abordajes más disimiles a las temáticas más inéditas, reservando para la pantalla chica lo mejor que le ha pasado a la ficción en años. No podemos afirmar que esto signifique un eclipse para la forja Hollywoodense que alimenta la pantalla grande, pero sí es una especie de antídoto ante la tendiente homogenización de público por parte del cine comercial o la nueva oleada de films-acontecimientos como Avatar (2009), Inception (2010) o The Smurfs (2011); productos que necesariamente declaman su especificidad en completa sintonía con su funcionalidad mercantilista.
Cuando se revisan series como Mad Men, The Killing, The Wire o Rubicon –por dar sólo algunos ejemplos- puede apreciarse la evidencia de una búsqueda estética genuina donde se problematizan y enriquecen los temas aludidos  dando cuenta de un sentido respeto por la inteligencia y la avidez de la audiencia. Buena parte de la vitalidad de la que goza una gran porción de la ficción televisiva hoy en día, tal vez tenga que ver con el hecho de no subestimar al público con cristalizaciones de sentido, ni con reducir la conflictividad social a la medida de grandes caricaturas. En este sentido, resulta clave una reflexión profundamente lúcida que el crítico norteamericano Kent Jones deja esbozada al sesgo en un bello texto sobre The Wire: “las metáforas y los géneros no tienen nada de malo en sí, pero nuestra recepción de ellos como un marco que nos permite ver la sociedad contemporánea es raro, y apunta a una tendencia nacional que tiene su origen fuera del ámbito del cine. Cualquier norteamericano con un nivel de vida decente, y eso incluye a los directores de cine, ha naturalizado un imperativo insistentemente repetido que es difícil de sacarse de encima: cada vez que uno se enfrenta con la realidad nacional, no hay que olvidarse del sueño nacional”. Es notable cómo, cualquier film que se proponga dar por tierra ó diseccionar el sueño americano es enarbolado como un accidente en el sistema, como un suceso de justicia social; mientras que si uno se pasea por las señales de AMC, HBO o NBC, esa “ideología” es jaqueada por doquier. Sólo hace falta con echar una ojeada, por ejemplo, a algún capítulo de Big Love (2006) para darse de lleno con las tensiones entre sexualidad, religión e institución familiar de una sociedad que parece tener muchos más matices de los que conocemos, ó con el cuestionamiento del imaginario de los estados del sur en una serie del género fantástico como es True Blood (2008). Muchas de las series se interrogan profundamente sobre la existencia ó no de una cierta “esencia” americana y asumen su dimensión política sin velos con miradas que enriquecen el entramado social que se retrata. Una de las grandes virtudes en esas vías, es el esfuerzo por considerar que no hay líneas divisorias y rígidas entre el bien y el mal; cosa a las que nos tenían acostumbrados series como CSI (2000) o Law & Order (1990). Producciones como The Killing o The Wire parecen confirmarnos que no existen de un lado los buenos y del otro los que no lo son; sino que hay un tejido de personajes que es mucho más complejo y mutable.

Si la televisión anteriormente cumplía la función de una suspensión temporal de la alienación del trabajo y como fugaz pasatiempo para alterar rutinas; hoy en día cada capítulo de nuestra serie preferida se espera como un estreno cinematográfico de los más adrenalínicos, como un verdadero evento. El “boom” no se limita al marco de la pantalla catódica sino que la desborda y se traduce en efectos como una tendiente proliferación editorial que ya ha dado a luz ejemplares como Mad Men y la filosofía, Los sopranos y la filosofía, etc.; por no mencionar los miles de foros de discusión y expectación que pueblan día a día el ciberespacio, ni el merchandising o el packaging de lujo que adorna cada edición de una nueva temporada lanzada en formato DVD. Y el auge ha dado lugar, además, a que la producción televisiva se haya vuelto más ambiciosa, nutriéndose de presupuestos inéditos hasta la fecha y por ende sosteniendo un cuidado minucioso en términos de producción. Por ejemplo, las sitcoms dejaron de tener locaciones fijas y cuentan con muchos personajes, algo ajeno a su especificidad (Party Down, Community) ó se ha sofisticado la dirección de arte hasta orillar lo obsesivo cuando se trata de una reconstrucción costumbrista o de época (Mad Men).

 El despliegue de comentarios que sigue es tal vez producto del capricho personal de quien suscribe. Hay series muy buenas que seguramente se escapen de esta nómina. De todos modos se mantiene una voluntad de abrir el abanico más amplio posible de estéticas, géneros y tramas. He aquí un generoso (que no exhaustivo) mapa para circular por el novedoso territorio de ese cine hogareño y portátil que son las nueva series americanas.  

La ciudad, un protagónico.

Puede decirse que en muchas de las series televisivas actuales el contexto donde transcurren sus historias funciona como un actuante más (la Nueva York de Mad Men es inseparable de sus conflictos). Pero si hay dos series en que el andamiaje de una ciudad se desarrolla plenamente al punto de establecerse como un protagónico, estas son The Wire y The Killing. La primera –lanzada por la cadena HBO- fue tal vez la que comenzó a gestar la sensación de que algo estaba cambiando en la ficción para el hogar; la segunda fue emitida por ACM y su excelente primera temporada acaba de cerrar el primer semestre del año. Se espera ansioso el continuará…
The Wire, serie emblemática ideada por el talentoso David Simon, resulta un fresco naturalista y descarnado de la vida en las calles de los suburbios de Baltimore. Concebida en su superficie como un thriller focalizado en el problema del narcotráfico, todos los episodios se toman el tiempo necesario para contar una historia fraguada desde una mirada casi sociológica, sin ribetes grandilocuentes; por ejemplo recurriendo a actuaciones que responden a un saber de la calle y no al conservatorio de teatro. Durante los sesenta capítulos que conforman sus cinco temporadas, la ciudad de Baltimore es diseccionada en todos los niveles, haciéndonos experimentar hasta el más mínimo proceso burocrático: los entretelones administrativos de un operativo policial, la espera tediosa de un dealer que aguarda por su yonqui. Como en la vida, todo puede ser trastocado, nada es inmutable en The wire. Retratados como seres humanos que son, los policías cometen errores y además saben apreciar cierta inteligencia de los códigos mafiosos. A su vez, la vida cotidiana del narco ó el ladrón es interpelada tan desprejuiciadamente como para hacernos simpatizar muchas veces con ellos, resultando así un cimbronazo a los cimientos de la respetabilidad de la “conciencia media”. El contrabando en el puerto, el mundo de las drogas, la influencia del periodismo a nivel político; todo ello es ilustrado en una dimensión minuciosa en esta serie excepcional donde –tal vez una de sus mejores armas- no hay héroes omnipotentes por ningún lado porque el protagonismo es del tejido criminal entero.
Por su parte The Killing está basada en una producción homónima de origen danés. La serie trabaja en cada capítulo un día en la investigación del asesinato de una joven estudiante, una chica de 17 años que aparece ahogada en un lago de Seattle. Ese es el puntapié inicial para desarrollar -como un caleidoscopio- el punto de vista de todos los que se ven involucrados con este crimen: la familia de la joven asesinada, los investigadores, la campaña política de un concejal, los compañeros de la víctima y todo el tejido de relaciones que moviliza un hecho de la magnitud de un asesinato. Hay que decir que una de las virtudes de la serie es que todos esos frentes narrativos gozan de la misma atención y que a todos los personajes se les dedica el tiempo necesario para ir profundizando sus ambigüedades, a pesar de tener -por lo menos- tres personajes de gran peso dramático y protagónico (la pareja investigadora y el padre de la chica asesinada). 

No es difícil encontrar varias similitudes con Twin Peaks de David Lynch, no sólo porque ambas comienzan basándose en la investigación de un único crimen y desde allí despliegan un sinnúmero de subtramas; sino por cómo es abordada esa investigación, por la manera de “oxigenar” el relato nutriéndolo de varias líneas narrativas. Sin embargo cierto afán realista en The Killing la distancia de esas secuencias sobrenaturales, de esos viajes de peyote a los que nos tiene acostumbrado David Lynch. Sus personajes están desarrollados de manera austera, no hay en ellos afectaciones ni emociones solemnes; lo cual ayuda a producir un efecto bastante intimista; por ende cercano y conmovedor. Hay que decir que dos de los mayores efectos retóricos de la serie son la ciudad misma de Seattle y las lluvias permanentes, casi dos personajes complementarios que generan una atmósfera densa y lírica fotografiada de manera inédita con un tono de lúgubre gris, que le da a la serie entera un tinte melancólico e incluso la llega a convertir en un terreno post apocalíptico.

Ovnis de la pantalla catódica: Mad Men y Rubicon

La idea circuló en millares de foros de discusión sobre el universo de las series episódicas: “Rubicon y Mad Men son series difíciles”, rezaba la voluntad popular. Sin embargo esa especie de epíteto espinoso con que el público catapultó a ambos productos tuvo efectos diametralmente opuestos para cada uno de ellos. Ambas fueron una apuesta fuerte de AMC pero Mad Men corrió con mejor suerte llevándose una colección infinita de Globos de Oro y premios Emmy. En cambio Rubicon fue desatendida por la audiencia -tildada de ser muy intrincada y sostener un ritmo narrativo lento- y sufrió el cese de pantalla apenas concluida su primera temporada. A pesar de haber sufrido los embates de la desilusión de rating, esta última es una de las joyas mejor guardadas del “boom” de las series. Sin hacer uso casi de escenas de acción, Rubicon se erige como una ficción de intriga política, como una de esas historias de conspiración internacional que remiten al cine hollywoodense de los años setenta, especialmente a películas como Los tres días del cóndor (1975) ò Todos los hombres del presidente (1976). Creada por Jason Horwitch, la serie nos muestra a nuestro protagonista, Will Travers, sin demasiado encanto personal, más bien un hombre sin mucha sustancia pero demasiado lúcido como para trabajar en un sector de Inteligencia del Instituto de Política Americana y descubrir en los crucigramas del New York Times que resuelve como pasatiempos una extraña combinación relacionada con una serie de asesinatos. Si en The wire la virtud está en hacer de cada mínima relación entre los que conforman las estructuras viciadas del sistema un acontecimiento físico y conmovedor; en Rubicon cada sucesión de hechos se inscribe en un nivel de paranoia y vacilación inasible, irrepresentable. En Rubicon todas las sospechas se vuelven complejas abstracciones, tienen el temerario condimento un suspenso inmaterial.

También emitida por AMC, Mad Men muestra una época de crucial transición en la vida norteamericana que se vislumbraba a finales de los años 50 y principios de los 60. Una sociedad con un estilo de vida conservador que comenzaba a ser jaqueado por el surgimiento del amor libre y el flower power. Hablar de Mad Men es hablar de una serie con valores cinematográficos sin precedentes, una invitación a olvidar que estamos ante la pantalla chica y quedar rendidos ante ese precepto de los años gloriosos del mismísimo Hollywood: hacer un cine que sea más grande que la vida. El espectador se quedará a ver Mad Men si está dispuesto a recibir los conflictos de los personajes por capas, de manera progresiva y no por un simple relato-sensación-inmediata como suele suceder en series como Lost.

Creada por Matthew Weiner -uno de los guionistas de Los sopranos-, Mad Men narra los comienzos dorados de una de las grandes agencias de publicidad de New York: la Sterling Cooper, ubicada en Madison Avenue en aquella época. En los primeros capítulos la serie hace especial foco en uno de sus personajes: el creativo publicitario Don Draper, un hombre duro y acartonado que irá tomando color a medida que la historia avance y ciertos misterios vayan siendo revelados. Alrededor del genio Don, se organiza una serie de ejecutivos en ascenso, conformando un complejo de recelos laborales, amistades dudosas, adulterios y juergas interminables. Si la creación de Matthew Weiner cosechó premios como el Globo de Oro a la mejor serie dramática o al mejor actor dramático no es por nada. Con un trabajo de arte que bordea lo obsesivo, sitúa el clima histórico de manera inigualable. Vestuarios y decorados relucientes y motivos visuales que se repiten como hallazgos de época: la presencia constante del whisky y el tabaco en el quehacer cotidiano de la oficina.

 No basta con mirar sólo un puñado de capítulos de Mad Men para caer en la tentación definitivamente. Hace falta darle tiempo porque la serie encuentra su curso narrativo fluido a medida que va llegando al fin la primera temporada. Es entonces cuando salen a la luz las rasgos más interesantes: el universo femenino, con todas las represiones corrientes de esos años, va cobrando más matices y conquistando terreno en la serie, por sobre la misoginia e hipocresía con que Mad Men retrata al mundo masculino. Ellos tendrán que lidiar con sus propios fantasmas y sus ridículas ambiciones; ellas tendrán que negociar entre la represión feroz de la sociedad -y de sus propios esposos- y sus deseos de vivir la vida como cualquier mortal.

Reviven: revitalización de zombies y vampiros.

Es una época en que los vampiros están de vuelta. Y ese regreso se manifiesta como una oleada que nos trajo –en cine- desde infectos como la saga de Crepúsculo hasta la exquisita Let the Right One In (2008) del sueco Tomas Alfredson. En ese contexto entra también True Blood, la serie creada por Alan Ball, un pope del guión que tiene en su haber a American Beauty (1999) y la exitosa serie Six Feet Under (2001). Convertida de inmediato en una de las series más populares de la cadena HBO, True Blood expone una situación en la que los vampiros -gracias al consumo de una sangre artificial fraguada por científicos japoneses- están integrados a la sociedad. A su vez, la trama se complejiza porque esa incorporación civil propicia el mercado negro de una droga alucinógena extraída de la propia sangre de los vampiros. Todo esto se desarrolla en un pequeño pueblo de Luisiana en pleno corazón de la “América profunda”,  donde el hombre conservador y honesto, cristiano y de buen corazón entra en contradicción con sus miserias y bajos instintos. Ese escenario sureño es adecuado para encuadrar una historia en la que Sookie, una joven camarera de buena conciencia, mantendrá un controversial romance con un vampiro llamado Bill. Grandes dosis de sexo, algo de sangre rayana con el gore y un salvaje consumo de drogas son los grandes pilares sobre los que se encuadra la historia, con un telón de fondo que a veces instala preguntas sobre el “cómo vivir juntos” o apuesta a alegorías políticas identificando la realidad del mundillo de los chupa sangre con la de las minorías oprimidas. True Blood es un desafío a las exigencias de un género fantástico que reclama fervientemente su poder contestatario.

Algo más rudimentaria y directa es la superproducción de The walking dead (2010). Basada en el comic homónimo firmado por la dupla Robert Kirkman, Tony Moore, la serie cuenta una historia apocalíptica donde los zombies toman el control y sólo existe un grupo de sobrevivientes. De imponente factura, la historia comienza cuando un policía despierta -luego de estar en terapia intensiva- en un hospital deshabitado donde no hay rastro de alma humana alguna y transita las calles de Atlanta hasta dar con su familia que ha formado una cuasi comunidad exiliada de este nuevo estado “come cerebros” del mundo. La miniserie The Walking Dead hace honores a la sangre a borbotones, a un festejado derroche de vísceras. Por otro lado aquí no se elude el comentario moral ni la crítica social como constante nota al pie en ningún momento.  Consignemos una vez más que el género de zombie no es sólo una cara monstruosa. Los preceptos del maestro Romero siguen vigentes.

La nueva risa.

Quizás resulte ampuloso postular el reinado de una “nueva comicidad”, lo que tal vez no sea tan arriesgado es afirmar que ciertas marcas retóricas pueden evidenciar una tendencia de la comedia episódica por buscar la risa sólo al nivel de un efecto secundario. Grandes series como Party Down (2009), Bored to Death (2009) y Community (2009) recurren al gag físico, pero sobre todo hallan al chiste como una abducción o un sustrato resultante de un poder reflexivo (sobre el género mismo, sobre la condición humana) que predomina por sobre la comicidad (incorrección política, anti heroica, la eterna adolescencia). Evidentemente la comedia televisiva está empezando a liberarse cada vez más de la lógica de la sitcom clásica. Gran parte de esto comienza mediante algo tan simple como quitar las risitas grabadas. Esa especie de “fórmula de la felicidad” se está rompiendo, de obstinada búsqueda del placer primario para dar paso a un goce más bien metatextual: ya sea retratando la decadencia del sistema educativo público teñido de humor absurdo, pintoresquismo y socarronería en Community; dando por tierra las tradiciones del film noir con un personaje buscavidas como el que encarna Jason Schwartzman en Bored to Death o recurrir a los efectos del cinema verite para contar las frustraciones laborales de una fraudulenta empresa de catering en Party Down.

Artículo publicado originalmente en Revista Godard! (Perú)



viernes, 15 de julio de 2011

CINE FANTASMA: SOBRE APICHATPONG WEERASETHAKUL




A propósito de El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (Tío Boonme). De Tailandia a Cannes, hilamos el decurso de una de las filmografías más radicales del globo. 


Eduardo D. Benítez


Maneras de materializar espíritus. De imprimirlos en el negativo con su irremediable perpetuidad convocando la cercanía del espectador a través de una leve, tímida risa. He aquí, tal vez, la huella más visible de la obra cinematográfica de Apichatpong Weerasethakul, ese director tailandés que supo ganarse la última Palma de Oro con Tío Boonmee (2010). Con tal ofrenda, el último cuerpo de jurados del festival galo se mostró atrevido y desprejuiciado. No es caprichoso considerar ese galardón de Cannes como una de las premiaciones menos conservadoras de la historia. Después de todo, la película es lo suficientemente audaz en su búsqueda estética como para inaugurar un género quizás demasiado insólito: la… ¿comedia sobrenatural? Sin embargo, lo que hace de A. W. un cineasta único no es simplemente la reformulación de algunas convenciones de género. Se suman a sus atributos: cierta capacidad para abordar terrenos místicos sin ser necesariamente sentencioso, una utilización del montaje que se rehúsa a remedar instintivamente las lecciones de David w. Griffith, un modo de distanciamiento que apela a una emotividad progresiva y pausada. En definitiva, la voluntad de gestar en cada film la interrogación por las posibilidades de un cine del futuro. Sin embargo, y lamentablemente, su obra sigue siendo relegada a la categoría de eso que muchos críticos del mundo vienen definiendo como “cine invisible”: un cine que sólo puede apreciarse en el mundillo de los festivales ó las proyecciones exclusivas (y efímeras) en salas pequeñas o reductos del ciberespacio.  El  tailandés no es el único que carga esas cifras. Hay varios compañeros de ruta surgidos en este nuevo milenio que siguen un camino similar. Algunos de ellos son: Hou Hsiao Hsien, Tsai Ming Liang, Jia Zhang-Ke, Pedro Costa o Alexander Sokurov. 

 ¿Pero cómo comienza esa indagación de los procedimientos cinematográficos? Tal vez heredando del Kiarostami de Close-up (1990) la idea (hoy tal vez algo erosionada) de cuestionar el límite entre ficción y realidad. El puntapié inicial de la carrera del tailandés se da con Mysterious Object at Noon (2000), road movie de un absorbente blanco y negro. El director pone cámara y micrófono a disposición del ocasional orador. Transeúntes varios, vendedores ambulantes, grupos de pobladores en Bangkok baten, chamuyan, parlan in extremo mirando al objetivo hasta conformar un collage que deja de relieve la potencia creativa de la palabra oral. El ensamble de cada testimonio (incluso del documento y la representación) se da sin solución de continuidad conformando un fresco colectivo que expone el aura mítica de los relatos populares. Dos años después es tiempo de tener un primer encuentro amoroso en la profundidad de la selva con Blissfully Yours (2002). Después de algunas peripecias médicas y de una escapada furtiva en el trabajo, Roong y Min pasean su afecto entre el follaje de la jungla tailandesa.  La fuerza de la naturaleza comienza  a convertirse en el gran personaje de su cine,  e incluso en este caso provoca una cierta disolución de la trama argumental en beneficio de una intensidad perceptual que proyecta climas, texturas y tonalidades silvestres de manera inédita.  

 En Tropical Malady (2004) nuevamente la selva cobra una intensidad protagónica. Transitando los bordes de lo fantástico, es el primer film que se nutre del mito para refundar los modos clásicos de la narrativa cinematográfica.  Fragmentada en dos mitades, en dos historias que tienen más puntos de fuga que coincidencias, la película desarrolla en su primer fragmento el nacimiento de un idilio homosexual entre dos jóvenes. La cámara los toma con cierta distancia en sus flirteos mientras cierta voluptuosidad se desprende de un entorno que los envuelve plácidamente. Difícilmente otro cineasta haya llegado a tal grado de lirismo como el que existe en Tropical Malady, simplemente elaborando un plano reposado donde un árbol es mecido por un ligero viento estival. La segunda historia encalla en un universo de leyenda fantasmagórica mostrando el recorrido solitario de un soldado en medio de la floresta nocturna. Poblado de placas explicativas, de intertítulos y haciendo uso de procedimientos heredados del cine mudo, el film muestra el periplo del héroe tras los pasos del espíritu de un chaman corporizado como una criatura (una especie de hombre-tigre) que acecha tras la espesura a los aldeanos. 


 Syndromes y el Siglo (2006) devela cierta obsesión por los hospitales. Al  igual que en Tropical Malady el film sufre  una fractura en la linealidad del relato cuando promedia el metraje. Ese quiebre permite trazar contraposiciones entre el campo y la ciudad, lo mundano y lo espiritual, la ciencia y la religión. El film entero -recorrido por un clima de ensueño y una comicidad contenida- está construido a partir de historias narradas por los padres del director, ambos médicos. La primera, dedicada a su madre, se inserta en una modesta sala médica en medio de la jungla. La segunda, consagrada a su padre, retrata el mundillo de un hospital en plena urbe haciendo uso de una paleta lumínica fría, quirúrgica…El film -que causó revuelo en su país (el sistema censor impuso cuatro cortes por algunas escenas “polémicas”, donde por ejemplo se ve a un monje budista tocando la guitarra) es -según quien suscribe- un prólogo obligado a esa forma de comprender (fílmicamente) el mundo espiritual  que supone la ganadora de la Palma de Oro Tío Boonmee (2010).

 En esta última, una exquisita comicidad se entrelaza con una historia de apariciones fantasmales. El tío Boonmee decide pasar sus últimos días con su familia en el campo, donde aparecen materializados el espíritu de su hijo desaparecido y de su mujer fallecida para tener largas charlas que orillan en lo risible. Ese tinte extraordinario de la historia abreva en un profundo realismo, en una dirección de arte naturalista poco vista en esas lides espectrales. La mirada se extravía entre el montaje de secuencias atmosféricas donde un cebú pasta en la bruma y escenas de disertación familiar sobre la transmigración de las almas, para ubicarnos en una zona espectatorial indefinida, opaca, incorpórea. En ese gesto se encuentra tal vez la apuesta más política del cine de A.W. porque obliga a desestabilizar nuestro confortable lugar de espectador. Ese desajuste, esa forma de no garantizar placeres a priori hacen que visitemos su Tío Boonmee… (Incluso toda su filmografía) como quien es testigo de un proceso de hipnosis. En el tránsito que va desde su primer film hasta ganar el galardón de Cannes hay una coherencia estilística y la búsqueda de una verdadera refundación de una mirada cinematográfica. Si la mujer es el futuro del hombre (Hong Sang-soo dixit), Apichatpong Weerasethakul es el futuro del cine.

Artículo publicado originalmente en Revista Haciendo Cine.

lunes, 4 de julio de 2011

THE GREAT SCOTT




Publicados en diarios y revistas entre las décadas del 20 y el 40, los cuentos de F. Scott Fitzgerald que la Editorial Eterna Cadencia reúne bajo el título El precio era alto son el mosaico perfecto de una época en ebullición captado por una de las plumas más lúcidas del país del norte. 

Por Eduardo D. Benítez

Que los cuentos reunidos en este libro -aparecidos originalmente en medios masivos como el Hearst´s o el Saturday Evening Post- hayan sido escritos por su autor especialmente con la intención de reunir el dinero que le permitiera desarrollar su “verdadera literatura”, no tendría por qué guardar un aura negativa visto desde el presente. Leídos en retrospectiva, no cuesta poner en serie el corpus de El precio era alto con las novelas El gran Gatsby o El último magnate. De hecho, el universo que ambas ficciones evocan parece seguir incólume: los años inmediatos a la Primera Guerra Mundial, la efervescencia de los años veinte, el universo del cine, el glamour de las mujeres de rubio platinado, el encantador mundillo del jazz, el deseo de una juerga interminable y su correlato con cierto vacío existencial. El drama de una época que desbordaba de promesas y locuras pero que escondía un reverso más oscuro: La Gran Depresión. Como siempre, de ritmo elegante, de una cadencia exquisita, la prosa de Fitzgerald deja las huellas palpables de las transformaciones sociales de su época. Escritor que se erige como cronista involuntario de la realidad que le toca observar, Fitzgerald mira el mundo capitalista de finales de los años veinte con luminoso pesimismo. Y ni hablar cuando promediando la década del treinta tenga que rendirse al poder económico de ese arte llamado cine, que provoca las “emociones más obvias” como describió en El crack -Up. A pesar de haber elegido a Hollywood como su objeto a retratar, Fitzgerald siempre mantuvo una relación tensa con la industria. Impelido por urgencias económicas –una constante en su vida- trabajará a regañadientes para MGM a finales de la década del treinta. Pero si algo se destaca en estos cuentos es la enrome capacidad de su autor para delinear personajes fascinantes, intensos: la encantadora muchacha que retorna a su país transformada luego de prestar servicios para la Cruz Roja en Diamante Dick y el primer derecho de la mujer, el frustrado deportista de la Universidad de Yale que narra su tragedia privada en El Bowl de Yale.



 En la minuciosa arquitectura de sus héroes, Fitzgerald describió transversalmente el derrumbe de un abanico epocal de nada menos que veinte años. Sin embargo no es un simple placer arqueológico el que mantiene el interés por estos textos; al contrario, los conflictos de sus personajes dialogan con el presente a cada página. El adalid de la Generación Perdida está más vivo que nunca.