viernes, 22 de febrero de 2013

HOUSE OF TOLERANCE






Por Eduardo D. Benítez
 
 Sutil, atmosférica, de una sensualidad etérea es L'Apollonide. Souvenirs de la maison close (2011), la última película del francés Bertrand Bonello: autor de las estimables Le pornographe (2001) y De la guerre (2008). Con un registro contemplativo que no eclipsa su tenor pasional, L'Apollonide. Souvenirs de la maison close se ocupa de hablar de prácticas non sanctas. Situada entre el crepúsculo del siglo XIX y los albores del siglo XX, en un burdel de lujo en París y filmada casi íntegramente en el interior de la mansión de citas donde numerosas jóvenes “comercian” con señores de la alta burguesía; el director teje un collage de situaciones de época creando un clima hipnótico que se cuela entre la exaltación de los cuerpos, el terciopelo del mobiliario, el opio y el champagne.
L'Apollonide está conformada por elementos fragmentarios, con esbozos de tramas que se fugan o se encuentran. Pero en la aparente falta de organicidad del relato, que acuña el retrato de varios personajes que se articulan entre sí por pequeños detalles, más allá del hecho de compartir una situación de trabajo y convivencia, hay una historia que despunta: una de las chicas es desfigurada por uno de sus clientes que le deja una herida que figura una sonrisa tragicómica y funesta en la cara. Y en ese rostro marcado parecen signarse varias líneas del film: la irreversibilidad de una profesión, la desesperanza por un estilo de vida que nunca se alcanzará, el horror de un siglo que se avecina.
Hay algo de narración puesta a la deriva, un aire de desafección en los movimientos de cámara que parecen flotar por los pliegues de la vestimenta de época, por las tersuras de las pieles puestas al desnudo, por los intersticios de una decoración entre naturalista y onírica. No es difícil encontrar cierta sintonía entre la obra de Bonello y la María Antonieta construida por Sofía Coppola. Aunque enraizados en épocas distintas, los dos films se identifican por evitar caer en costumbrismos simplificados, por evocar el pasado desde una marcada posición sobre el presente (en las dos películas hay tramos donde el rock irrumpe en la diégesis provocando un extrañamiento temporal).  Por otro lado, ambos relatos están profundamente determinados por el trabajo en la dirección de arte, pero si en el film de la hija de Francis Ford la remisión es hacia la petulancia frívola y  el artificio cortesano del rococó; el decadentismo glamoroso de L'Apollonide evidencia una impronta algo más material que apunta -en definitiva- un comentario más sociológico sobre el cambio de siglo XIX al XX. Película inmensa por el poder sugestivo de sus imágenes. 


Reseña publicada anteriormente en Revista Godard (Perú).

martes, 5 de febrero de 2013

CINE DEL FUTURO


El cine homenajea e interroga al propio cine. Con Tabú, su última película, Miguel Gomes lo hizo una vez más: se dio el gusto de seguir expandiendo las fronteras del séptimo arte.

Por Eduardo D. Benítez

El talento y la osadía creativa del director Miguel Gomes no son una sorpresa. Sus dos primeros largometrajes son la huella palpable de un recorrido autoral que asumió (y concretó) intenciones de novedad estilística, de explorar nuevos desafíos. Ambos films, A cara que mereces (2004) y Aquele querido mes de Agosto (2008) contaron con el dichoso consenso del público y la crítica locales, no por nada esta última se quedó con el premio a Mejor Película en la edición del Bafici del año 2009. De alguna manera, Tabú (2012) viene a confirmar y profundizar ese camino. De forma más directa o más tangencial, Miguel Gomes tiene una preocupación que parece recurrente en toda su filmografía, una especie de deseo cinéfilo objetivado en los intersticios de cada rincón de sus relatos.

Repasemos: A cara que mereces se volvía un musical deforme, de cuña Rivettiana, Aquel querido mes de Agosto se tornaba en la mitad del metraje, en una reflexión metalingüística sobre el quehacer cinematográfico. Tabú, por su parte, recurre a elementos retóricos del cine mudo. Ganador del premio FIPRESCI (Festival de Berlín), este tercer largometraje del director portugués es tal vez su proyecto más ambicioso hasta la fecha. Precedida por un breve prólogo -que se ofrece como uno de esos documentales de impronta naturalista con un dejo de expedición alucinada donde un tal Dr. Livingtsone es engullido por un cocodrilo- Tabú se construye sobre la base de una narración fracturada en dos partes, en dos tiempos históricos, narrados en 35mm la primer parte y en 16 mm la segunda.  El primero de esos dos fragmentos, titulado Paraíso Perdido, nos sitúa en la contemporaneidad donde Pilar y Aurora (señoras vecinas que acarrean una vida un tanto gris) son el eje de toda la acción. Es en este primer segmento donde tienen lugar las escenas más vitales e hilarantes del film. Gomes va construyendo su humor (distanciado, sutil, abúlico) a base de bloques dialogales, filmados con una cámara casi estática, que se dan entre Pilar (señorona católica con sensibilidad social), Aurora (ludópata que relata sueños alucinatorios) y la criada de esta última (matrona recelosa y temperamental). A pesar del refinado sentido del humor, el conjunto es de un tinte demasiado triste, de un vacío existencial difícil de sortear. El segundo capítulo, rotulado Paraíso, nos invita a recorrer la historia de un triángulo amoroso emplazado en los escenarios de África colonial. Miguel Gomes nos retrotrae cincuenta años atrás, edificando un relato de juventud, de exploración afectiva donde Aurora (la señora ludópata del primer capítulo)  es otra vez una de las protagonistas de un relato que pivotea entre el film de expedición y el melodrama intimista. Este segundo tramo de Tabú es el más temerario en términos estéticos. Haciendo honores al cine silente, todas las acciones están narradas sin diálogos. El trabajo actoral está guiado por una voz en off omnipresente, sugestiva, lírica; y como sucedía con Aquele querido mes de Agosto hay un trabajo del sonido en el que cada canción tiene una incidencia crucial en la intensidad del relato, como si se tratara de un protagonista más. No sin el riesgo de caer en una especie de abordaje nostálgico, Gomes va de esta manera, montado en la figura simbólica de F.W. Murnau, al encuentro de un estadío germinal del arte cinemático. La cita al cine del director alemán no se da simplemente en la identificación con el título del film o por hacer uso de los recursos del cine mudo. También la textura de la imagen (de una bellísima porosidad) remite directamente a la cinematografía de las primeras décadas del siglo XX. Pero además del reenvío directo al cine mudo, la segunda mitad de Tabú se inscribe en la tradición de cierto cine clásico americano, específicamente en la manera de reflejarse en filmes de aventuras como Mogambo (1953) o Hatari (1962).  “Tenía ganas de dialogar con la memoria del cine clásico. El cine no precisa ser homenajeado, a no ser por los buenos films que restan ser hechos”, dijo el realizador nacido en Lisboa como para dejar en claro su intención de releer e inscribirse en la historia del cine. 
Bajo qué forma se manifiesta la lectura que Tabú hace del cine mudo y de Murnau como una plataforma desde la cual expandir las fronteras del arte en movimiento y en qué medida se distancia del simple homenaje, es desafío intelectual del ocasional espectador.  Sí es importante aclarar que la remisión al cine de los primeros años que propone Gomes no se parece en nada a esa supuesta inocentada mimética de Michel Hazanavicius llamada El artista, construyendo un clima de época para que lloremos por la cinefilia perdida, encendiendo la mecha de la nostalgia equivocada (musicalizado con la banda sonora de un film de Hitchcock!). Aunque muchas veces se perciba como un recurso demasiado autoimpuesto o forzado, Tabú problematiza y dinamiza su narrativa retomando personajes y escenarios, buscando nuevas formas de contar en imágenes, con la voluntad de mirar hacia el futuro del cine. Como ya sucedía en Aquel querido mes de Agosto (un efecto metalingüístico que cruzaba realidad y ficción), Tabú vuelve a presentarse como un juego de espejos, de dobleces, como un complejo entramado de capas ficcionales que se incorporan una sobre otra conformando un palimpsesto en el que se superponen lo novelesco, lo fabular, el exotismo, lo melodramático, una multiplicidad de tonos y registros. En cierto sentido, Miguel Gomes hizo un film de genuina exploración formal, con sus giros emocionales deudores de una utilización musical excepcional y un virtuoso trabajo dramático. Tal vez en un visionado general y totalizador podamos reclamar que su búsqueda experimental y radical no alcance a trascender el simple gesto de audacia.

 Artículo publicado originalmente en Revista Haciendo Cine


lunes, 4 de febrero de 2013

ENTREVISTA A RITA CORTESE




Por Eduardo D. Benítez

Con una trayectoria amplia y por demás sólida en el mundo del teatro, el cine, la televisión y el tango, Rita Cortese no necesita de mucha presentación. Destacar los numerosos premios Clarín o Martin Fierro es menos importante -tal vez- que remarcar su manera desinteresada y genuina por expresar su visión del mundo, el gesto a la vez reo y reflexivo que evocan sus palabras, la capacidad de desplegar una mirada sobre la vida artística y social en los barrios del sur de la Capital Federal con una encantadora mezcla de lucidez y desprejuicio. La conversación que sigue a continuación se desarrolló en La divina comedia, uno de los bares predilectos de la artista, donde entre cortados y aguas minerales se gestó algo parecido a ese dialogal puchero misterioso que los porteños denominamos charla de café. “Yo vivo en una casa del año 1890 donde, de casualidad, somos casi todos artistas. Vive Alejandro Urdapilleta en el primer piso, yo en el segundo. Al lado de mi departamento vive una chica joven titiritera. En la planta baja al fondo están unos chicos músicos fantásticos, que se vinieron desde Cordoba. En el piso de más arriba vive un vestuarista. Es una variedad espléndida”, comenta la actriz con entusiasmo, mientras la entrevista sigue…


-¿Qué te sedujo de San Telmo como para venirte a vivir acá?

-Creo que es el barrio de la capital que más diversidad tiene. Es cosmopolita, alegre, divertido. Y sobre todo no está regido por un pensamiento masificado como otros barrios como Palermo que no mantuvo las cualidades que tuvo en su momento, esa cuestión de extramuros… Ahora Palermo es un barrio muy pasteurizado, como si estuviera todo hecho en serie.

-¿Cuál es esa diversidad de San Telmo que te atrae tanto?

- Y…estamos todos: gente que tiene mucho dinero, los que tienen un poco menos, los que no tienen nada, los que viven en la calle, los ladrones, los que toman las casas. Y creo que todos convivimos con bastante más armonía y menos miedo que el resto. Como una especie de muestra de la ciudad en escala micro.

-¿Ese clima de extramuros que perdió Palermo, vos creés que San Telmo lo conserva?

-Sí, claro. Siempre esperando que Macri no entre con el pico y la pala. Lo que sí percibo en San Telmo es que no está todo lo limpia que se merece estar un casco histórico de una ciudad. Y no estoy hablando de los graffitis, ni las pintadas en las paredes, que son hechos artísticos que me encantan.  De todos modos, creo que los vecinos de San Telmo tienen identidad, que tienen una gran conciencia de que hay un patrimonio que cuidar. Y creo que los que vivimos acá, tenemos que fortalecer esa conciencia. Eso nos posibilita defender nuestros espacios, sobre todo -en momentos como este- cuando son atentados por un vulgar.

-¿Y en términos culturales ves algo distintivo en el circuito artístico de San Telmo?

-Sí, todas las galerías de arte y las casas de diseños son muy interesantes. Las salitas de teatro son fantásticas. Este mismo lugar –La divina comedia- es maravilloso. El Tasso es un lugar muy importante, donde circulan las más grandes orquestas del tango actual. La expresión cultural es muy amplia porque además tenés la calle: los candomberos…la gente está en la vereda.

-Pareciera –por lo que decís- que la gente sigue confiando en que la calle puede dar algo interesante, algo que no pasa dentro de sus casas…

-Sí, claro. Un artista –por ejemplo- aprende mucho en la calle, porque te da un gran conocimiento. Por eso los medios de comunicación intentan siempre inocular el miedo, fomentar el encierro… Si uno lee la historia del tango se encuentra con anécdotas donde el barrio es crucial. Cachafaz atravesaba toda la ciudad para poder ver bailar a alguien en Barracas o para escuchar a tal o cual cantor importante. Para mí hubo un cambio en la vivencia de la noche en los barrios, por un factor que es más bien económico. Esta idea de “la previa” que implica encerrarse para salir a la una de la mañana, ya colocado, antes no existía. Hace veinte o treinta años nos colocábamos directamente en la calle, en los bares (risas); y eso te enseñaba mucho: ver el cielo a la noche, ver lo que sucede entre la gente en la calle, la posibilidad de mirarse a los ojos sin miedos. Yo creo que esto San Telmo todavía se lo permite.

-¿Cómo fue que te empezó a interesar el tango como para cantarlo? ¿Siempre escuchaste tango?

- Escuché tango desde chica, porque en mi casa se escuchaba especialmente De Caro y Gardel. Empecé ensayando con mi maestra de entonces, Ana Inchausti y en aquel momento –mientras hacíamos una obra de Gambaro juntas en el San Martín- le propuse a Soledad Villamil juntarnos para armar un espectáculo relacionado con el tango, un ejercicio de estilo con guitarra como Gardel. Y así fue: hicimos un Recuerdos son recuerdos. Estrenamos en La Trastienda, Pompeyo Audivert hacía unos monólogos de Pepe Arias en los intermedios, esto fue hace 14 años…

-¿Cómo viviste la experiencia tanguera de La Jaula Abierta?

- Fue genial. Surgió como algo totalmente azaroso. Nos encontramos en un evento Lidia Borda, Carolina Pelleriti, Mabi Diaz y nos quedamos charlando sobre la posibilidad de hacer algo tipo tertulia. Uno vive diciendo “juntémonos, tenemos que hacer algo juntos” pero generalmente queda en la nada. Sin embargo esto prosperó, lo hicimos y fue impresionante, con invitados de lujo: Susana Rinaldi, Fandermole, Victor Heredia, Jaime Torres, Chango Farias Gómez.

- ¿Te pasa mucho de hacer surgir proyectos de manera espontánea, desde una charla de café como motor creativo, por ejemplo?

-Sí, creo en el arte en progreso. Las obras de arte están en constante gestación, no están nunca acabadas. Hay que estar en movimiento y unir generaciones…

- ¿Cómo convive la combinación de esos procesos creativos más personales y espontáneos como los teatrales y musicales; con tu trabajo en la tv que requiere más planificación y control?

- El trabajo nuestro es así. En este momento hago Las Brujas de Salem en el teatro y al mismo tiempo participo en la tv con Graduados. Así y todo, creo que nunca hay que dejar de hacer teatro porque la televisión te tritura la creatividad. La televisión es pura rapidez y resultado. Además está en contra de la naturaleza del actor porque hay que despertarse muy temprano (risas). Viste que los cirujanos duermen poco, se despiertan a las seis de la mañana y se van a correr: es una característica de la profesión. En cambio, un actor sale de hacer una función a las once de la noche y si no se toma un vino no se puede dormir porque hay una circulación energética después de actuar, que no te deja parar.

Entrevista publicada anteriormente en Revista TELMA #9, INVIERNO 2012