martes, 7 de mayo de 2013

MIS MODELOS DE CONDUCTA



Icono del cine trash de los años setenta, escandalizador nato y malentretenido, en los textos que componen Mis modelos de conducta (Caja Negra) John Waters presenta su panteón personal de musas e influencias malditas.

Eduardo D. Benítez

De bigote pronunciado, figura esbelta, ostentando su contracultural hidalguía, luciendo un cuidado desaliño en su vestimenta. Así se presenta al mundo la fisicidad de John Waters. Un brebaje de encantamiento iconoclasta parecido a la esencia entre basal y volátil, primitiva y de culto que nutre su corpus filmográfico. Y algo similar es lo que sucede con Mis modelos de conducta a partir de la densidad de su prosa: arrebatada, visceral, reflexiva y reconcentrada; su escritura combina puntuaciones abruptas, toscas y desprolijas en la linealidad sintáctica (y de las historias que allí se cuentan) con fugas, disrupciones narrativas que se montan a partir de una fraseología cautivante y sutil.
Artistas con algún rasgo de redimible irreverencia, heterodoxos diseñadores de moda, héroes díscolos de la ciudad de Baltimore, un pornógrafo filmmaker que retrata a los Marines americanos en viñetas onanistas, una asesina recuperada. Esa es la mezcolanza de personajes que desfilan por estas páginas y se presentan como modelos de conducta del director de Pink Flamingos. Un santuario de pequeños ídolos con los cuales Waters forja y mitologiza su camino de artista de la provocación, con que nos confiesa los ribetes intertextuales de su vestidura de cineasta trash. Y el encantamiento de la anécdota se disfruta casi al nivel de la oralidad, como si Waters fuera relatando sus pasajes en vivo, de manera asombrosamente cercana y directa. Desviándose muchas veces de los perfiles biográficos que abren cada capitulo con idas y vueltas en las avenidas del relato, tomando atajos tangencialmente, asociando libremente aventuras alocadas y haciendo pivotear la descripción de los personajes retratados con algún dato experiencial de su propia vida.

Antes que imaginar a Mis modelos de conducta como un opúsculo biográfico que nos ilumina el genio creativo de su autor o la crónica del proceso de su evolución artística; habría que buscar su anclaje como dietario de reflexión retrospectiva. No sería del todo ocioso vincularlo con la confesión escandalosa y la sinceridad a flor de piel de Yo necesito amor de Klaus Kinski. Modelados con un tono entre hilarante y sórdido, delirado y complaciente, el abanico de ídolos presentado por Waters estimula al más amodorrado lector.


Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine. 

viernes, 3 de mayo de 2013

EL TRANSEÚNTE INMÓVIL.




Nestor Tirri nos regala su personal itinerario a través de los paisajes de una filmografía plural. El transeúnte inmóvil: una bitácora interurbana que rebosa de cinefilia.

Por Eduardo D. Benítez

Maneras de construir ciudades, de trazar recorridos singulares para los cuerpos que protagonizan el complejo andamiaje de una puesta en escena. Esas proezas creativas son las que el libro El transeúnte inmóvil intenta recuperar a partir de indagar el modo en que lo urbano y el séptimo arte se interpelan, se redescubren mutuamente. Desde esta perspectiva, la megalópolis futurista construida por Frtiz Lang en Metrópolis o el territorio posnuclear creado por Tarkovski en Stalker pueden engrosar un corpus donde se encuentra el París de Sin aliento con la Manhattan de Woody Allen. Es que los films, en última instancia, responden (pertenezcan ya a la ciencia ficción, la nouvelle vague o el realismo italiano) a la escenificación de miradas personales que se encuentran necesariamente en tensión con un dispositivo técnico en común: el cinematográfico. 

Como invento de captación de lo real imaginario -que se desarrolla en forma paralela al crecimiento de las ciudades- Nestor Tirri está interesado en explorar el fenómeno del cine como modelizador de espacios urbanos en tanto que también determinan un espectador que se deja abandonar -sin moverse de su butaca- en atajos, pasajes, avenidas, fachadas como participante de una huella ficcional. Se trata, según el autor, de un espectador (un transeúnte inmóvil) “proclive a aterrizar en ciudades conocidas y amadas, o ignoradas e inimaginables” (que) “encuentra especial placer en establecer conexiones entre las casas y pasadizos registrados por una cámara, hasta dar con el calculado trayecto hacia el escenario de un crimen o, más a menudo, rumbo al abordaje de un ser amado que, sin embargo, todavía no se sabe amado o ya es amado por otro”. Es el gesto, entonces, de abrir un pliegue en que se puedan observar (poner de relieve) las arquitecturas no evidenciadas de la trama fílmica. El mapa cinéfilo-urbanístico que despliega Tirri en El transeúnte inmóvil releva espacios como Roma, Berlín, Buenos Aires o México D.F. estimulando lecturas, explorando nociones, ensayando periodizaciones. Las observaciones pueden recaer en las texturas ópticas con que Wong Kar Wai “transforma a Buenos Aires en un espacio alucinado” con Happy Together, la utilización de Venecia para el emplazamiento de géneros específicos como el drama romántico y la comedia sentimental a través de la mirada fascinada de los grandes productores de Hollywood, o la aproximación del concepto de posmetrópolis a partir del retrato de la ciudad de Mexico entrevisto en el film Amores Perros. Promueve especial interés un exhaustivo capitulo dedicado a un puñado de films nacionales (sobre todo de la década del 40 y el 50) que ilustraron en clave realista la conformación de los barrios porteños a partir de la inmigración. En El transeúnte inmóvil, Nestor Tirri delinea un paisaje audiovisual lleno de rincones y avenidas abiertas, de fugas sentimentales y furores sociopolíticos, que deja un rastro tanto material como imaginario en la memoria del lector/espectador. 

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine.