jueves, 13 de noviembre de 2014

EL CINE DEL DIABLO



Por Eduardo D. Benítez

¿Cuándo fue que le diablo metió la cola en los asuntos del séptimo arte? Para el cineasta y teórico Jean Epstein no será sino a partir de un desfase producido en el seno de cierta mentalidad medieval. Proposiciones epocales antitéticas entre la doctrina cristiana y la ciencia, darían origen a la inserción demoníaca en la historia de las innovaciones técnicas. En ese carril, el autor describe la instauración de dos maneras de explorar el mundo que interpelaron la visión eclesiástica: lo microscópico (descubrimientos microbianos y más) y lo macroscópico (lentes astronómicos para observar los astros, etc.). En el devenir de ese instrumental, Epstein ubica al cine preguntándose si aquello representado en la pantalla “¿pertenece a este linaje antidogmático, revolucionario y libertario, en una palabra, diabólico, en el cual se inscriben las filosofías del catalejo y de la lupa?”. Para luego proponer que “los fantasmas de la pantalla tienen otra cosa para enseñarnos que sus fábulas de risas y lágrimas: una nueva concepción del universo y nuevos misterios en el alma”. Entonces, si Dios es  “la voluntad conservadora de un pasado que pretende perdurar”; la idea del Diablo, en contraste, quedará irremediablemente asociada al cine en tanto motorice “la energía del devenir, la esencial movilidad de la vida, la variación de un universo en continua transformación”. Escrito en 1947, este libro se propone revisar la historia del cine hasta ese momento, según un eje inédito, francamente osado y estimulante: lo demoníaco como atributo fundante del dispositivo cinematográfico. 

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine

martes, 11 de noviembre de 2014

CONTRA LA VOLUNTAD DEL OLVIDO



Desde su estreno en 1985, Shoah se convirtió en uno de los capítulos insoslayables del documental histórico. Por su capacidad de tensar las posibilidades cinematográficas en torno a la exploración de los mecanismos de la memoria.

Por Eduardo D. Benítez

“Cuando se dice con ligereza que lo que hicieron los nazis (el exterminio) es del orden de lo impensable o lo inabordable, se olvida un punto capital: que lo pensaron y lo abordaron con el mayor de los cuidados y la más grande de las determinaciones. Decir que el nazismo no es un pensamiento, o que la barbarie no piensa, equivale de hecho a poner en práctica un procedimiento solapado de absolución”. Las palabras de Alain Badiou-registradas en su seminario sobre “El Siglo” que dictara entre 1998 y 2001 y publicara la Editorial Manantial- proponen una mirada singular para pensar en torno a “El Crimen” que terminó por erigirse como la medida “del corazón del Siglo”: abordar al nazismo como política, como pensamiento, como una industria premeditadamente afianzada de la muerte; para tratar de dar cuenta del horror vivido, en su descripción material y pormenorizada. Porque suscribir a la concepción del exterminio sólo como barbarie y por ende como un pasado de horror irrepresentable; significa negar la posibilidad de interrogación sobre algún fragmento de lo real.  Ese universo de interpelaciones sobre la historia, es compartido por Shoah, el titánico film de Claude Lanzmann (estrenado originalmente en 1985) que no sólo se convirtió-a lo largo del tiempo- en una obra gestora de acalorados debates sobre los campos de concentración y los usos de la memoria; sino que también recuperó problemas relativos a la capacidad del dispositivo cinematográfico para reactualizar y poner de manifiesto las reflexiones sobre las grietas traumáticas del pasado.

Trescientas cincuenta horas de material grabado, once años de trabajo, nueve horas de duración en lo que fue el resultado final del film. El proceso de producción de Shoah se condice con la monumentalidad de su propósito: dar a ver aquello que es pura invisibilidad; ir hacia el conocimiento (incluso ante la falta de huellas) de aquella aniquilación planificada. “Al principio del film descubrí la desaparición de las huellas: no hay nada, es la nada, y había que hacer un film a partir de esa nada.”, dice Lanzmann en una entrevista concedida a los Cahiers du cinema a propósito del estreno. Había que postular “esto ha sido” ante la falta de registros. Situación de encrucijada, que define la mirada desde la cual observar los acontecimientos, desde la cual tal vez se desprende la posición ética y estética del documental. No hay viñetas dramatizadas, no hay imágenes de archivo, no hay ninguna banda sonora que subraye las emociones. Solo los testimonios orales de los sobrevivientes, testigos y verdugos de los campos de concentración (Treblinka, Auschwitz, Bélzac) y el peso del paisaje donde sucedió el desastre. Hay una austeridad de los procedimientos y un rechazo pleno hacia la ficción. Por eso la gran enemiga representacional de Shoah es la serie norteamericana Holocausto. Descifra el propio Lanzmann: “la ficción es la transgresión más grave en una historia semejante: muestran a los judíos entrando en las cámaras de gas, erguidos, estoicos, como romanos. Como Sócrates bebiendo la cicuta. Son imágenes idealizadas que permiten todas las identificaciones consonantes. Mientras que Shoah es cualquier cosa menos consonante”. Aunque tampoco se trata de suscribir dócilmente al axioma de Theodor Adorno según el cual se auguraba la imposibilidad de la representación tras haber asistido a las aberraciones de Auschwitz. Más conveniente es invertir ese postulado como propone Jacques Ranciére, asegurando que “para mostrar Auschwitz, sólo el arte es posible, porque siempre es lo presente de una ausencia, porque su trabajo mismo es el de dar a ver algo invisible, a través de la potencia regulada de las palabras y las imágenes, porque es, entonces, lo único capaz de volver sensible lo inhumano”


Shoah hace un uso exploratorio de los materiales existentes. Sobre el vacío de las imágenes, erige un andamiaje narrativo basado en la palabra y el gesto de los entrevistados confiando a las capacidades del cine su poder evocador. Hay una fuerza extremadamente vivaz (y porque no, escalofriante) en Shoah, que resulta de una pericia obsesivamente puntualizada a través de la oralidad de los sobrevivientes. El ejemplo más conmovedor tal vez sea aquel en que el peluquero polaco Abraham Bomba -en la minuciosidad del reportaje- describe cómo se le encargó cortar el cabello de las mujeres, en los momentos previos a que fueran enviadas a la cámara de gas. Allí el entrevistado se quiebra y entra en sollozos; contra lo que esperamos, se deja escuchar en off la voz del director: “siga, es necesario”. Podría objetarse esa porfía impiadosa, exigir el respeto de una mínima distancia. Sin embargo, como si se tratara de un efecto exorcizante; Lanzmann insiste en captar cada detalle del relato como un nudo tensional que sirve de contrapeso frente a la voluntad del olvido. “Frente a la desaparición”, el arte asume el desafío de arrojar luz sobre hechos que ya no pueden ser negados.

Nota publicada originalmente en Revista Haciendo Cine

jueves, 6 de noviembre de 2014

UN CINE PARA EL NUEVO MILENIO


Con El cine después del cine, Jim Hoberman hace una puesta al día de las novedades estéticas, políticas y técnicas que implican a la producción audiovisual del Siglo XXI.

Por Eduardo D. Benítez

¿Apenas entrados en el Siglo XXI, es posible hablar de una alteración radical en el desarrollo del lenguaje cinematográfico? Para Jim Hoberman, el legendario crítico del Village Voice, Sight and Sound y Film Comment, no caben dudas. Apoyado en dos hechos precisos ensaya la idea de un nuevo tipo de cine que en poco más de una década ha modificado nuestra relación perceptual con el medio, a partir de una crucial transformación del estatuto de la imagen. Por un lado, lo que el autor llama giro digital; modificación técnica que vendría a suplantar el registro fotográfico por la captación “computarizada” del mundo. Por otro, un fenómeno menos calculado, irracional y traumático: el atentado a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. Sin embargo, el proceso que dará origen a un cine post fotográfico se inicia a comienzos de la década de los 80 con dos films como Golpe al corazón (Francis Ford Coppola) y Tron (factoría Disney). Con esos films comenzaría a hacerse evidente el proceso de divorcio entre lo fotográfico y lo real a partir de la captación de actores combinados con fondos manipulados electrónicamente. Esto se extenúa con la aparición de The Matrix (hermanos Wachowski, 1999), película que, según Hoberman, “además de saltar la brecha entre los humanos fotografiados y los humanoides generados por computadora (…) ofreció una metáfora rectora irresistible, cuya fuerza se acentuó en virtud de la cercanía del nuevo milenio: la humanidad vive en simulación en una ilusión generada por computadora creada para ocultar el aterrador Desierto de lo Real.” Pero este giro digital, también da origen a un nuevo tipo de realismo, apoyado por ejemplo en films que privilegian el uso del tiempo en su duración real como condición estilística, como Ten de Abbas Kiarostami o El arca rusa de Alexander Sokurov.  



El segundo capítulo del libro reserva un apasionante y lúcido fresco cinéfilo de la presidencia de George Bush (revisitando su política belicista y la construcción publicitaria de una “amenaza externa”) en sintonía con los estrenos semanales que el autor fue cubriendo durante siete años (del 2001 hasta el 2008) para el Village Voice. El volumen cierra con un exquisito repaso por películas claves, donde se comentan los trabajos de Jia Zhang-Ke, Tsai Ming Liang, David Lynch y Olivier Assayas, entre otros. De este modo, Hoberman se toma el trabajo de ir esbozando la primera historización del cine de este nuevo milenio. 

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine.

domingo, 5 de octubre de 2014

EL SÓTANO COLOR JAZZ



Por Eduardo D. Benítez

Es una noche de viernes típicamente otoñal, de esas en las que empieza a amainar el calorcito de la temporada estival para hacer sentir una briza que no es helada, pero que demanda una prenda “de más” en la mochila o la cartera de la dama. El empedrado de San Telmo amenaza con provocar tropezones gracias a la leve garúa. El clima está especial para meterse en algún rinconcito cálido, donde tomar una copa mientras escuchamos un show en vivo. Ese lugar, en este caso, se llama Bebop, un club de música que, durante unas horas, hará que nos transportemos a esa experiencia de nocturnidad, ese clima íntimo y algo melancólico de los suburbios, que sólo el jazz puede proporcionar evocando los humores musicales de algún film de Jim Jarmusch o de Woody Allen. El local, está ubicado en la calle Moreno -donde funcionó la antigua Editorial Kapelusz- pegadito a Aldo´s restaurante donde tienen lugar semanalmente importantes catas de vino.

                Para llegar a Bebop hay que bajar una escalera que conduce a un amplio sótano donde las paredes forradas de rojo carmesí, combinadas con columnas espejadas y una luz tenue, le dan al lugar un toque de sensualidad insospechada. Nos recibe Gabriel Cygielnik, programador y ex director de la revista especializada Living Jazz. Conversamos unos minutos, sentados alrededor de una de las pequeñas mesas redondas que engalanan el espacio. Gabriel comenta, entusiasta: “abrimos con ciclos todos los días a partir de diferentes géneros musicales. Tenemos funk, blues, soul, y por supuesto jazz. Eso nos da la posibilidad de convocar a varios tipos de públicos. Grupos de jóvenes, parejas, adultos, expertos del género o gente inquieta por conocer el mundillo del jazz. Tenemos artistas nacionales e internacionales de primer nivel”. En este escenario tienen lugar shows estables de músicos de la talla de Sergio Pángaro, Mariano Otero, y hasta del cantante Pablo Dacal, quien se desliga de sus vestiduras pop´s y elabora un ciclo intimista junto a Hernan Jacinto denominado, Pianíssimo.
La gastronomía del Bebop impele a la distinción como su música. Mientras las luces del escenario comienzan a debilitarse, se nos convida con un memorable sándwich de salmón rosado y rúcula con papas rústicas que viene armonizado de tinto red blend. Es el momento en el que aparece en escena Barbie Martinez Sexteto. La vocalista canta temas de su último disco: Walkin´ (Out the door), reinterpretando standars de jazz de Bill Evans y Cole Porter, entre otros. Más tarde esas melodías apacibles e hipnóticas mutarán en un show más enérgico cuando aparezcan los ritmos del soul y acid jazz de la mano de la banda que capitanea Emme: Living Soul Proyect. La combinación entre las canciones clásicas y la potencia de una apuesta más estridente y moderna puede apreciarse en una misma noche en este sótano sin ningún sobresalto. El resto de lo que se pueda describir sobre este novísimo espacio de jazz conviene experimentarlo en carne propia. 

Nota publicada originalmente en Revista Telma

lunes, 24 de febrero de 2014

EL RASCACIELOS DEL DANTE




 Por Eduardo D. Benítez

La velocidad y el frenesí de la urbe imponen ritmos de montaje, nos escatiman porciones de ciudad que siempre pasamos por alto. Sobre todo en los desplazamientos céntricos. Allí, nuestra vida cotidiana de porteños inmersos en el mascullar rabioso del fanatismo monotributal, de la cadetería motoquera que yuga en un grand prix de metas bancarias, de esas caminatas-peripecia de seres invertebrados gambeteando otros seres invertebrados, del estupor mental ante la novedad que hace andar con paso de oruga al ocasional turista; toda mirada se abstrae del mundo. Cierto destino mental (póngale por caso: un nuevo reclamo en la sede central de la Afip, una cita esperando por la pizza y la fainá en la pizzería de preferencia) es el único señuelo. Y en ese raíd, calles, vehículos, edificaciones, transeúntes, son barreras desafiantes que se interponen, son fragmentos de experiencia que preferimos descartar, por que bloquean la tan ansiada comunión entre nuestro caminar y nuestro Destino. Este preámbulo, nutrido de exageración y barroquismo, simplemente ayuda a señalar la necesidad de levantar la vista, de “bajar un cambio”,  para darnos la posibilidad de encontrarnos -en esas mismas calles que incansablemente transitamos- con avistajes inéditos, con excursiones arquitectónicas que animan la comprensión de un tejido urbano tan complejo y heterogéneo como es el de Buenos Aires. En ese contexto, el Palacio Barolo se erige como uno de los rincones más interesantes para descubrir y disfrutar. Su monumental construcción, se encuentra ubicada en Avenida de Mayo al 1370 en las cercanías del Congreso, en medio de una zona que conjuga la evocación de una hidalguía del pasado plasmada en edificaciones históricas; con la “polucion” visual de carteles, publicidades, casas de electrodomésticos y locales de fast food deudoras de la tecnificación contemporánea.  El también llamado Pasaje Barolo (por sus características constructivas que conectan mediante una galería la Avenida de Mayo a Yrigoyen), es el resultado creativo del arquitecto italiano Mario Palanti, quien a pedido del empresario textil Luis Barolo ideó lo que fue el edificio más alto de la ciudad al momento de su inauguración en 1923. Concebido con cierta pretensión de monumentalidad, el Barolo cuenta con veintidós pisos (hoy funciona como edificio de oficinas) y mide cien metros, primer dato que nos señala las posibles coincidencias con los cien cantos que conforman La Divina Comedia. Estudioso y entusiasta de esa obra, existen teorías que afirman que Palanti, diseñó el edificio con la explicita intención de emular la obra de Dante Alighieri, con tres niveles horizontales de espacios y ribetes diferenciados que se asemejan con la composición narrativa dividida en infierno, purgatorio y paraíso. Allí reinan numerosas referencias explicitas o solapadas a la obra del poeta latino. En el Palacio pueden apreciarse, entre lujosas lámparas de hierro negro, las gárgolas y serpientes que custodian el averno, los cóndores en plena ascensión divina, la culminación en una fastuosa cúpula central y faro simbolizando la iluminación paradisíaca, celestial.  Es ese faro el que se constituye en uno de los mayores atractivos de este bellísimo edificio, que ofrece excursiones nocturnas desde donde se puede avistar la cuidad entera. 

 Quienes están inmersas en estas cifras misteriosas y en los entretelones que el Barolo ofrece al mundo son Valeria Dulitzky y Julieta Ulanovsky. Ellas tienen desde hace veinte años un estudio de diseño ubicado en el piso 15 del edificio. “Cuando éramos chicas teníamos un amigo, que ya era diseñador gráfico (Daniel Galliganni) y tenía su estudio en la torre. Ese espacio nos marcó. Era y sigue siendo un lugar maravilloso. Cuando apareció la oportunidad de mudarnos al Pasaje Barolo, no lo dudamos ni un instante”, dice Ulanovsky, los motivos que sedujeron a esta dupla de diseñadoras a afincar su estudio en el histórico predio. Ambas diseñadoras decidieron hacer un sentido homenaje al edificio, que saldrá a la luz muy pronto en formato libro, titulado Divino Barolo: “Nos gusta mucho hacer libros, nos gustan los proyectos propios, nos gusta el edificio con locura, y no existía un libro sobre este lugar. Estamos acá hace 20 años pero recién hace poco que el edificio tiene una muy buena administración que lo cuida y restaura. Eso fue definitivamente inspirador”, nos comenta Ulanovsky, y continuamos la charla.
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-¿Cuál es la propuesta del libro? ¿Cómo invita al lector a recorrer las historias y mitos del Barolo?

-El libro invita a un recorrido. Empieza enfrente mirando la totalidad y a partir de allí, ingresa y sube. Vamos intercalando textos, ideas y datos. Mostramos los espacios y también los detalles. Se ve lo lindo y se ve lo raro que también es parte. Lo original, lo restaurado y lo bastardeado. Desde que tenemos el estudio acá hemos sacado fotos incansablemente. Con esas fotos armamos un primer esquema. Después contratamos a Damián Benetucci, un fotógrafo profesional y amante del edificio para hacerlo bien y en serio. También hay material de archivo, entrevistas y textos elaborados especialmente.

El libro puede resultar de interés para los estudiosos de Dante. Porque como se esbozaba más arriba, son numerosas  las “historias” que vinculan al Palacio Barolo con La Divina Comedia.  Hay muchas historias y muchos enfoques. Tratamos de mostrar varias caras del tema, de abrir el juego más que de develar los misterios. No hay verdades sino un registro tanto en la imagen como en las ideas de lo que convive hoy en relación al edificio. Trabajamos con Carolina Muzi la edición del libro y contamos con las valiosísimas ideas de Marta Zátonyi, Fernando Aliata, Virginia Bonicatto, Carlos Hilger y Sebastián Schindel que compartió con nosotras datos que le habían quedado afuera del documental “El Rascacielos Latino” sobre el Palacio Barolo”, comenta Julieta.

-¿Cuál es la importancia del trabajo arquitectónico de Mario Palanti? ¿Cuáles son sus rasgos estilísticos característicos y en que tradición arquitectónica se inscribe?

-Mario Palanti tiene una obra enorme. Hizo muchísimos edificios, casas, edificios de oficinas y todos ellos tienen rasgos particulares. Una vez que los particularizás no podés dejar de mirarlos. Por ejemplo, hay una casa en Palermo Chico que es como un mini Barolo, con rostros de Dante y Beatriz tallados en las puertas... Palanti no se inscribe en ninguna clasificación de las conocidas. Del Barolo se dice que pertenece al Remordimiento italiano. Su trabajo está claramente basado en ingeniería con importantes componentes oníricos y místicos.

Versión de la nota publicada originalmente en Revista Telma