martes, 22 de diciembre de 2015

HACEDOR DE UNIVERSOS INDESCIFRABLES



Por Eduardo D. Benítez

Además de pájaros, un mono y un numeroso bicherío embalsamado, la larga escalera que da acceso al living de la casa de Daniel Santoro está custodiada por un pingüino, pieza taxidermística que su dueño se apura a situar cronológicamente: “el pingüino lo tengo antes del 2003”. Sin embargo esa aclaración no hace declinar su exaltación justicialista en referencia a un pasado social mitificado y un presente político en vías de mitificación. Hace cerca de veinte años que este constructor de una imaginería inédita en las artes visuales argentinas–Manual del niño peronista mediante- vive en Monserrat: “la guita que teníamos nos daba para esta casa, aunque después la fuimos arreglando. Era una casa chorizo más incómoda de lo que ves acá” comenta y señala un living abarrotado de sagrarios orientales, juguetes, caracoles, exotismos varios…

-¿Viste algún atractivo especial en Monserrat?

-La cercanía con la calle Corrientes. Está en el medio…entre el centro y San Telmo. Yo suelo ir al Café La Poesía y cuando tengo algo que hacer por el centro voy al Florida Garden. Me gusta permanecer en los bares y trabajar ahí.

-Vos ibas mucho a La Paz…

-Sí, pero ahora no me da para ir. Está en decadencia, es un boliche que perdió todo atractivo. Encima se murió Viñas con el que uno se quedaba a conversar siempre...Ni siquiera está él. Para laburar de tarde con sol natural y linda acústica me gusta el Saint Moritz que está en Esmeralda y Paraguay. Es un bar congelado en la década del 40, no tiene ninguna novedad. Yo busco mucho esos lugares para estar tranquilo.

-Los años cuarenta…es una década que te gusta… ¿qué más te interesa de esa época?
-Eh…y…bueno…

A  esa secuencia onomatopéyica le sigue un borboteo de risas porque la pregunta del entrevistador se resuelve demasiado evidente. Sin embargo el entrevistado –ingenioso- la sabe lunga y hace una habilidosa gambeta a la réplica esperable, la que lo reduciría a ser simplemente el pintor de la vida peronista: “toda la década del 40 es muy interesante en términos de diseño. En los cuarenta está la infancia de los objetos. Antes, por ejemplo, el automóvil tenía un diseño más plano, todavía tenían una referencia directa a la carroza, el diseño no era autónomo todavía. En cambio en los cuarenta el automóvil, el electrodoméstico, los teléfonos tienen sentido propio, no son subsidiarios de décadas anteriores. Es el comienzo de una arqueología del objeto, una década emblemática por instalar una memoria objetual muy fuerte, muy nostálgica”, explica sentado desde su sillón color borravino mientras uno de pie escucha con la atención ofrendada a las lecciones de un gurú. En otra oportunidad será uno quien tome asiento, y Santoro el que se pare para seguir departiendo y gesticulando con sus manos. En tanto la conversación  reverbera y abre varios pliegues temáticos, la escucha se torna sinuosa y pendular. El diálogo también se ve envuelto por ese “campo ideológico” del que hablan sus cuadros; entonces hay que asumir el movimiento entre una columna izquierda y otra derecha de la casa, entre pararse y estar sentado, entre un ala derecha y un ala izquierda del avión Pulqui retratado en varios rincones del hogar, tal vez para poder lograr ese equilibrio justicialista del que habla y retornar a la década del cuarenta: “el Pulqui mismo es bien de esa década…ningún avión moderno  lo supera en cuanto al gusto por esa tecnología. Me interesa porque expresa un mundo de la techné pero al mismo tiempo hay cierta humanización, todavía se puede asir eso que se produce. Con un poco de entrenamiento uno se puede meter en el interior de una vieja máquina de escribir; pero adentro de una computadora no hay nada asible, es un mundo que se alejó de nosotros. Es por eso que uno no se siente afectado por los objetos modernos. Si se rompe un teclado lo tirás y comprás otro; tirar una vieja máquina de escribir es más difícil”. A pesar de tener la casa forrada de obras, chucherías, antigüedades y entidades de la más extraña procedencia, Santoro no se reconoce a sí mismo como un coleccionista, por eso aclara: “no es sistemático lo mío. El coleccionista está apasionado y exigido por completar series, por llenar vacíos que producen angustias. Yo no tengo ese fantasma de completar una colección. A mí me interesan los bichos porque me sirven…tienen datos que nutren mi obra. Las formas de la naturaleza se autogeneran, por ejemplo, el caracol es siempre un espiral que se muestra de la formas más diversas. Entonces explorar esos mundos me hace descubrir determinados códigos para generar mis propias formas plásticas.” 

Si hay un rasgo característico en la obra de Daniel Santoro es el de construir obsesivamente una memorabilia pictórica del peronismo histórico. La máquina de coser, la heladera Siam, el proyecto del Pulqui trazan las coordenadas de una liturgia nac & pop que se empeña en anclar en el presente el retorno de un pasado que se presume más dichoso, que supone esa patria de la felicidad aludida incansablemente en su obra. Algo de este cruce de temporalidades se encuentra también representado -en tamaño micro- en la maqueta que ocupa una habitación entera de su casa, que va siendo modificada por la familia desde hace años. En ella hay conflictos sociales, cuenta con un sistema ferroviario en pequeña escala y hasta tiene un monumento que retrata a un descamisado velando por la ciudad. Revela Santoro: “el Descamisado lo hicimos con un muñeco Ken que le afanamos a mi hija. Le agregamos un poco de maxilar para que quede más hombrecito. Porque si no, era un descamisado medio gay por esa estética de tubos grandes. Nadie cree que ese es un obrero, ese fue al gimnasio, mirale el cuerpo trabajado que tiene…El obrero hoy en día es más panzón.”



-Es como tu ciudad ideal, ¿no?

-Sí, lo que me gusta es que son como muchas ciudades en una. La idea es que sea una ciudad que fue creciendo, donde se cruzan varias temporalidades. Es moderna y a la vez tiene rasgos antiguos. Tenés una villa, la zona de finanzas, el casco histórico, la zona residencial…

¿Vos estás representado acá en la maqueta?

-Sí, estoy acá. Soy un pintor que está pintando en la buhardilla. Me elegí un lindo lugar, bien de barrio, lejos de la city (risas). Ahora no se ve muy bien porque se quemó la lamparita.
Sin embargo –tal vez por la luz que proviene del cartel de la Fundación Evita- se puede ver perfectamente al pequeño Santoro enmaquetado en una detallada casita austriaca con techo a dos aguas.



Si no tuviera esa figuración tan racional de las cosas, esa fundamentación detalladamente obsesiva de su sistema iconográfico, cierta estampa entre la hidalguía y la cercanía popular; Santoro bien podría ser percibido como un temerario alquimista, como un hechicero de universos indescifrables. Abonan a esa impresión los cuatro altares que revisten el living que hacen alusión a la cábala, las cosmogonías, el Tao, el hinduismo.  Y si combinamos su teoría del vacío -deudora de la filosofía china- con la tercera posición del peronismo, el brebaje resulta único.

-Vos usas mucho material proveniente de la filosofía oriental relacionándolo con el peronismo. ¿Cómo surge ese cruce?

-Yo venía de viajar por Japón, China, Singapur donde había hecho unas muestras. Ahí me conecté con calígrafos e hice cuadernos de caligrafía. A eso, se sumaron las charlas sobre el peronismo que tuve en su momento con Horacio González, con Elvio Vitali. Esto lo empecé en el 97/ 98 cuando surgieron algunas reflexiones sobre la decadencia del menemismo, sobre esa traición. Era un momento muy caldeado y de ahí fueron surgiendo ideas…

-¿Y alguna vez hiciste algún cuadro sobre el menemismo?

-Nunca generó nada para mí el menemismo. Yo trabajo sobre la década fundacional, cuando se instaura el mito peronista y el menemismo entra en un territorio patético que no da para simbolizar. Tal vez hubiera sido más lógico pintar sobre el menemismo si hubiera trabajado como cronista de actualidad. Yo abordo un tiempo mítico y nostálgico, entonces la actualidad política no me sirve mucho. El arte político siempre tiene cierto quilombo con la realidad, la celebra o la denosta pero siempre tiene que tenerla como referencia. Yo no quiero eso. Prefiero permanecer en un lugar donde la realidad ya no llega, que es el tiempo del mito.


Nota publicada originalmente en Revista Telma. 

martes, 10 de noviembre de 2015

VEREDA TROPICAL



Guía práctica del tropicalismo. Con Tropicália, el documentalista Marcelo Machado ofrece un recorrido intenso a través del movimiento cultural surgido en Brasil en los años sesenta, que nucleó a artistas como Caetano Veloso, Gilberto Gil, Rita Lee, Helio Oiticica y Tom Zé.

Por Eduardo D. Benítez

Cuarenta años después de las influyentes expresiones del modernismo brasileño -aquel puñado de artistas organizados alrededor de la Revista Antropofagia que capitaneaba Oswald de Andrade-  el movimiento Tropicália se asume como un segundo momento vanguardista importante de la región, que condensa búsquedas estéticas locales en diálogo con el halo rockero que provenía de Europa y Estados Unidos. Aunque, las coordenadas sociales y políticas eran bien distintas, había una clara intención de canibalizar estéticas foráneas (la psicodelia o el funk, por ejemplo) para que, en la confluencia con los géneros locales, se creara algo inédito. El contexto de producción del disco colectivo que funcionó como manifiesto (Tropicália ou Panis et Circencis),  es el Brasil de una década del 60 revulsiva, atravesada por gobiernos dictatoriales que promovía la difusión de música marcadamente nacionalista y únicamente acústica. Lo eléctrico era observado como una amenaza extranjera. Este movimiento no se restringía al plano musical. De hecho, el nombre de esa obra musical que reunía a Os Mutantes, Gal Costa y Gilberto Gil por ejemplo, había sido tomado de una muestra del artista plástico Helio Oiticica; y la participación del poeta Torquato Neto había sido fundamental para la composición de las letras.   
 Es a partir de la complejidad intrínseca del movimiento tropicalista, que el documentalista Marcelo Machado comenzó a interesarse y hacer foco en esta época para hacer su película, Tropicália. En diálogo con HC, el director comenta: “yo tenía 10 años cuando Caetano Veloso cantó “Alegría Alegría” en el Festival de la TV Record en 1967. Los festivales y otros programas musicales ocupaban el horario principal de la televisión y eso me parecía muy excitante. Las ropas, los pelos, la actitud de aquel grupo bahiano hablando de Brasil de una manera que yo no conocía. De adolescente, la música era también el centro de mis atenciones con el pop-rock y Los Mutantes, ocupando una especie de lugar de honor en mi panteón. Mucho tiempo después, cuando empecé a hacer documentales, especialmente viajando para divulgar mi primer largometraje Ginga, entendí el interés que la música de mi infancia/adolescencia despertaba en otros jóvenes alrededor del mundo. Y después de treinta años de ese momento, comencé a pensar en el asunto.”

En la mirada retrospectiva de Marcelo Machado, el tropicalismo es narrado a partir de su muerte. Un extenso flashback que comienza con las imágenes de un programa televisivo de 1969 donde se los escucha a Caetano Veloso y a Gilberto Gil, ya exiliados en Lisboa, pasando el parte de defunción: “el tropicalismo ya no existe más como movimiento”. A partir de allí del documental recorrerá una línea temporal hacia atrás, dando cuenta de las anécdotas surgimiento, los puntos de inflexión y las tensiones de la época que darían origen a una de las más importantes vanguardias artísticas de Latinoamérica.  Porque en esa mezcolanza misteriosa -la que se proponía poner en tensión los ritmos afrobrasileños y la expresividad del sertão con la estridencia del rock y la cadencia del jazz - germinaba un gesto estético-político que sintetizaba modernidad y tradición de la manera más efervescente. Por supuesto, que todo esto iba a ser puesto en discusión. Los debates acerca del impacto del movimiento sobre la realidad, no se hicieron esperar. Eran los años en que la dictadura militar tomaba más vigor y el pensamiento reaccionario que la sostenía no festejaba precisamente las producciones de este grupo de jóvenes revoltosos. La respuesta a esos Años de Plomo (los estudiantes movilizados y los trabajadores) tampoco se entregaban ociosos al caudal que proponía el tropicalismo, dado que se asumía como una expresión cultural que se intentaba recuperar lo popular pero de manera crítica y se suponía que esto, de alguna manera, alejaba a las masas de su potencial revolucionario. Son todas estas condiciones de época las que se propone recuperar y examinar Machado para narrar el tropicalismo. El documental está compuesto por un trabajo minucioso en lo que respecta al material de archivo, a la selección de testimonios. Se observa la existencia de un importante trabajo de post producción en una obra que busca su propia manera de decir, específicamente en el proceso de montaje. Nos cuenta Machado; “para Tropicália tuve un equipo chico pero muy dedicado. Había una investigadora en Sao Paulo (Eloá Chouzal) y otro en Rio de Janeiro (Antonio Venâncio). Pasamos casi dos años buscando archivos oficiales y domésticos. Yo también me envolví en la investigación, a veces tocando el timbre de la casa de la viuda de algún fotógrafo de época en búsqueda de negativos. Con el material en mano, montamos (yo y mi asistente Fernando Honesko) una primera versión cronológica de todo lo que habíamos encontrado y tenía más de 5 horas de duración. Fuimos reduciendo esa pre-edición y, cuando empecé a tener clara la historia que iría a contar, junté 15 minutos del mejor material encontrado de cada artista y recogí sus declaraciones asistiendo a eso. Había muchas imágenes que ellos nunca habían visto y eso generó mucha emoción.”

-En la manera de narrar, se nota una clara intención de contar la historia de una manera que evite el formato del clásico documental televisivo. ¿Cómo llegaron a encontrar esos procedimientos narrativos?  

El recorte estaba establecido desde el principio -1967, 1968 y 1969- ni un año antes y ni un año después. Todo pasó muy rápido y era importante mostrar eso: el movimiento empieza, viene la censura y la represión y se termina la fiesta. Había también tomado la decisión de usar el máximo de material de la época, sabiendo incluso que muchos momentos de esa historia no existían, porque no fueron filmados o porque se perdieron en la dictadura militar o aún porque simplemente no fueron conservados. Con las declaraciones grabadas comenzamos a cerrar la película, trabajando en el montaje final en paralelo al trabajo de arte que tiene, en el film, una función narrativa. O sea, lo que no habíamos encontrado en las investigaciones de archivo lo creamos animando fotos o con recursos gráficos. Eso generó la argamasa que junta todos los ladrillos de la memoria audiovisual y estableció un lenguaje para el documental.

 -El mismo año de estreno de Tropicália, se estrenaron otros films que abordaban el tema. ¿Creés que hay algún interés especial por revisar los años del movimiento tropicalista por parte del público brasileño?   

Sí, hubo eso. El hecho es que nosotros, los documentalistas, no somos genios creadores pero sí somos antenas que captan los hechos y las buenas ideas. Y cuando la idea es realmente buena y tiene sentido en su tiempo difícilmente es captada por una sola antena. Ella está en el aire, es parte del zeitgeist, del espíritu del tiempo. Si vos no la contás, alguien va a contar esa historia en tu lugar.


 Nota publicada originalmente en Revista Haciendo Cine.



martes, 20 de octubre de 2015

ENTREVISTA A SERGIO PÁNGARO




Por Eduardo D. Benítez  

La temporalidad parece no concordar. Por lo menos si nos basamos en el prejuicio, en eso que describe una apariencia perceptual ajena al formateo de los usos y costumbres del vestido y del decir en este mismísimo Siglo XXI en el que estamos inmersos. Peinado con gomina, delineado según la prolijidad de un bigote altanero, encorsetado en traje y moño que ostentan una respetable hidalguía. Sergio Pángaro parece salido de un tiempo donde lo arrabalero no excluía necesariamente la galantería, el gusto por la sofisticación, donde un fraseo poético constante dinamiza el ida y vuelta de la charla. Si nos pusiéramos cinéfilos, lo ubicaríamos fácilmente como protagonista de algún policial negro de los años cincuenta, donde el humo del tabaco y la copa de whisky a medio empinar forjasen la dinámica de cada escena. Y algo de todo esto sucede en el entrecruzamiento que Sergio Pángaro hace entre vida y arte. O en el borramiento de sus límites. En su versatilidad y vocación prolífica, no sólo alzó las banderas del buen gusto con su remisión a las décadas de oro del bolero y el mambo con una banda que hoy tiene veinte años, Baccarat;  sino que protagonizó un film hilarante sobre el mundillo del arte (El artista de Mariano Cohn y Gatón Duprat), realizó la banda de sonido de varias películas (entre ellas Animalada de Sergio Bizzio), y hasta escribió una novela exquisita titulada Los señores chinos, reafirmando en cada trabajo su voluntad de experimentación en diversos lenguajes artísticos.
 Sergio Pángaro presentó El Cisne Negro, un show donde el jazz, la actuación y la narratología se dan la mano en un marco escenográfico que, podría decirse, está casi hecho a su medida: el Bebop Club. Sobre estas y muchas otras cosas más conversamos en la entrevista que sigue a continuación.

-Solés visitar  San Telmo, Constitución, Barracas… ¿Qué cosas te convocan de esos barrios?

Viví varios años en San Telmo y Constitución. Barracas tiene el bar “El Progreso”, la sedería “José” y la casa de los leones. Lo sé por Amalia Sato, cuyo padre vivió ahí en la época en que los japoneses habían inmigrado. Constitución es el primer encuentro para quien viene de La Plata, como yo en los años ’90. Constitución como San Telmo son de una arquitectura sorprendente, igual que Barracas. Es como un Titanic hundido al que el despojo del tiempo no le quitó la elegancia. El contraste actual con los comercios alternativos y las travestis enmarcados en fachadas señoriales, es uno de los espectáculos más fascinantes del mundo. En San Telmo conocí a Enrique Symms, Bam Bam, Miranda, el bar “Bolivia”. En el “Británico” pasamos noches hablando de literatura, intercambiando textos. Viví en el edificio Marconeti frente al Parque Lezama cuando estaba íntegramente “tomado” por artistas. También me refugié en un conventillo de candomberos uruguayos.

-¿Cuál es tu relación afectiva con esa zona de la Capital Federal?

La siento como parte de mi “bautismo” porteño.

-¿Por qué se te asocia a veces con el “estilo lounge”? ¿Te sentís identificado con ese casillero estilístico o con otros géneros o estilos musicales como el rock?

El lounge nos quedó cómodo cuando quisimos pronunciarnos en contra del rock. No de la música Rock, sino del Rock como cultura institucional. En los ’90 el rock había dejado de ser rebelde, había tomado espacios de poder, así que para rebelarse contra eso, una salida ingeniosa era asociarse con la cultura de los padres del Rock, de la música complaciente pre juvenil. Claro que los que pretenden que Baccarat es música de cocktail, es que no nos escucharon.
-¿Cómo surgió la búsqueda de lo retro, que se convirtió en una marca en todos tus trabajos? ¿Es algo presente sólo en tus producciones artísticas o es una elección de vida también?

A partir de esta elección artificial, casi política, me fui identificando sin querer con los usos y maneras de la Argentina de posguerra. Quizás fantaseando con un país pujante y una sociedad fraternal. No es que crea en un paraíso peronista, eso fue pura propaganda fascista, pero en lo personal trato de hacer de cuenta que todos vamos hacia el mismo lado.

-En términos estéticos… ¿cómo construís tu inscripción en el presente con ese reenvío tan fuerte a cuestiones del pasado que tienen tus proyectos?

Si uno mira con cuidado todo se repite. A mí la historia me ayuda a no perderme en anécdotas y nombres propios. Todo empieza a verse parecido a signos en una operación matemática. La matemática es infinita pero me ayuda a no identificarme afectivamente con cosas que van a caducar tarde o temprano. Un traje va a caducar, pero hay cosas que caducan fatigosamente más a menudo. Ir detrás de las últimas tendencias es ir inexorablemente por detrás.

-¿Cómo surgió el proyecto de El cisne Negro?

A Mariano Gianni se le ocurrió hacer un espectáculo que reuniera lo qué más fácil me sale, cantar jazz e inventar historias. Esta es la historia de un cantante al que sus iniciativas se las frustró constantemente el devenir de la Historia, como por ejemplo la guerra de las Malvinas. El cisne negro ganó premios en festivales europeos. Tenía un plan maestro para adueñarse del mercado pop, pero el rock nacional frustró sus ambiciones. Un poco como la realidad.

-¿Podrías describir de qué se trata ese proyecto?

El cisne negro es un personaje caprichoso, de humor inestable con una teoría para todo. Entre canción y canción participa sus ideas a un auditorio perplejo que va sintiéndose a gusto a medida que la música del trio de jazz va ganado su confianza. Al final se establece una complicidad, sin necesidad de aclarar nada. Todos tenemos un cisne negro en lo profundo, algunos más evidente que otros.

-No es tu primer ciclo con El cisne Negro en el Bebop. ¿Qué cosas te seducen de ese espacio para volver a trabajar allí?


Es un lugar íntimo y elegante, un marco ideal para una propuesta clásica que se permite algo de experimentación. Al mismo tiempo la atención y los tragos son excelentes.

Entrevista publicada originalmente en Revista Telma.

lunes, 13 de julio de 2015

AUTORRETRATO DE UNA PASIÓN


El Cuenco de Plata incorpora a su colección de cine Las películas de mi vida, una nueva traducción de la antología de textos de François Truffaut. Un clásico imprescindible del crítico y cineasta que más y mejor nos abrió su mundo privado.

Por Eduardo D. Benítez

Para Truffaut, su gusto por el cine y la práctica crítica es el resultado de un relato mítico, fundacional, de una condición outsider como rito de pasaje. Son los años cuarenta, los años de la Segunda Guerra Mundial, y el niño revulsivo que era sorteaba cualquier obstáculo para entregarse a los placeres de un arte que transitaba su edad de oro. “Las primeras doscientas películas las vi desde la clandestinidad: haciéndome la rata en la escuela, colándome en las salas sin pagar (por la salida de incendio o las ventanas de los baños), o aprovechando que mis padres no estaban en la noche, con la presión que significaba fingir estar durmiendo cuando regresaban”. Como un templo donde abstraerse del mundo, la posibilidad de “acercarse cada vez más a la pantalla” le ofrecía al futuro crítico el trazado de un camino que más tarde lo convertiría en uno de los cineastas más importantes de Francia. Y ese recorrido comenzaría a gestarse, sobre todo, a partir de dos pilares fundamentales: la obra de Jean Renoir y la de Alfred Hitchcock. La del primero, cuya La regla del juego Truffaut ve doce veces (su formación cinéfila estuvo basada en la repetición casi como método), sencillamente por ser “el mejor cineasta del mundo”, el cineasta de la tolerancia: “Lo terrible de esta tierra es que todo el mundo tiene sus motivos”. La del segundo, por presentar una serie de personajes que seducían particularmente al director de Los 400 golpes (“no me identificaba con los héroes, sino con los minusválidos, y muy especialmente con los transgresores”) y, en especial, por su manera de desjerarquizar los géneros cinematográficos y por su voluntad de presentar al gran público una “idea de mundo” como resultado de una “idea de cine”. Para el crítico de Cahiers que está reflejado en las páginas que componen Las películas de mi vida, las obras de sus antecesores sirven para forjar una moral del cine a partir tanto de elogios como de diatribas. Por estas páginas se analizan las películas más importantes de Chaplin, Dreyer, John Ford y una veintena de directores del mismo peso pesado. También hay dos capítulos importantes que reflejan la admiración y la pasión con que Truffaut se entregaba a los trabajos de algunos de sus contemporáneos. “Algunos outsiders” dedica glosas sobre Luis Buñuel, Bergman, Fellini y Rossellini; en tanto que en “Mis compañeros de la Nouvelle Vague” el crítico se encarga de hacer un repaso por esa generación de cineastas franceses partiendo de Noche y niebla, de Alain Resnais. Las películas de mi vida concibe a la crítica como un ejercicio festivo, como una forma de vida que se da con y a través de las películas, como una verdadera educación sentimental. 

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine.